lunes, 10 de septiembre de 2018

Imbawi y el tigre oveja.


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Imbawi estaba casi petrificado. Su respiración era acompasada, controlada y suave. Nada podía alejarlo de aquella visión majestuosa con la que habían soñado su abuelo y su padre.
Los músculos de sus brazos, piernas, abdomen y cuello estaban endurecidos. La transpiración de su frente era absorbida por el sucio turbante que protegía su cabeza del sol.

El enorme tigre de bengala blanco estaba allí, en el arroyo de Culeby, donde rara vez iban a beber agua los tigres de la selva india. Su apariencia era descomunal. Al menos una vez y media lo que un tigre normal. Cada una de sus patas delanteras apoyadas en el fango era del tamaño de la cabeza de un cerdo. Escondían enorme garras mortales que mediría lo que una mano grande, desde la palma hasta la punta del dedo anular.
La bestia estaba sedienta, su enorme lengua rosada entraba y salía del charco cristalino. Era hermoso, su nariz era tan rosada cómo su lengua, sus ojos de un azul profundo y su pelaje blanco como las nubes, con rayas grises, no negras, que le daban un cierto aire de divinidad. Era majestuoso. Con certeza era Bilaspur.
En la vecindad de Amarkantak, desde muy niño, Imbawi había escuchado la leyenda del “tigre blanco que balaba”. El gran felino albo de rayas negras de casi trescientos kilos de peso llamado  Bilaspur había nacido en un rebaño de ovejas que atacó su madre instantes antes de parirlo. Como cachorro creció entre las ovejas y se creyó una de ellas. Cómo era blanco las ovejas lo aceptaron. Un día un tigre naranja llegó a atacar el rebaño y quedó estupefacto cuando vio en el piño un tigre blanco que se comportaba cómo oveja. No pudo más que decirle:
- Oye, ¿por qué te comportas cómo oveja si eres un tigre? Pero el tigre oveja baló asustado. Entonces el tigre naranja lo condujo a un lago y le mostró su propia imagen. Pero el tigre oveja seguía creyéndose oveja, hasta tal punto que el tigre recién llegado le dio un trozo de carne que el tigre oveja no quiso probar.  - ¡Pruébala!, -le ordenó el tigre.
Asustado y sin dejar de balar, el tigre oveja probó la carne. En ese momento la carne cruda desató sus instintos de felino y reconoció de golpe su verdadera y propia naturaleza.
Después de eso, Bilaspur se transformó en una bestia feroz y depredadora de todo el estado de Rewa y Mandla, quién no sólo se comió a todo el rebaño de sus hermanas ovejas, sino también se decía que había devorado a varios humanos de la zona, decenas de jabalíes, cerdos, vacas, ciervos, pero lo peor de todo, aquello que cambiaría su destino y lo había transformado en una criatura inmortal, fue darle muerte a un elefante joven, animal que para todos los habitantes de la aldea era un atentado contra  Ganesh, el dios de los guardianes, mitad hombre, mitad elefante. Quien atentara contra un símbolo de Ganesh no traspasaría nunca el umbral de la sabiduría representado por la muerte.
Así, la leyenda rezaba en su final, casi como corolario fantasioso, que sólo quien pudiera poner en el cuello de la fiera un cencerro como el que tenía su madre adoptiva detendría la furia cazadora de Bilaspur y recuperaría su pasivo rol de tigre oveja, alejando la incertidumbre y el peligro para siempre de Amarkantak.
Bilaspur bebió mucha agua. Imbawi no dejó de observarlo en ningún instante. Cuando el felino hubo saciado su sed y con su estómago bastante pesado por el líquido ingerido, echó sus trescientos kilos sobre el pastizal que rodeaba el Culeby. La tarde era calurosa, como toda tarde de aquel rincón de la India. El tigre empezó a lamer sus patas y poco a poco se fue relajando más y más, hasta quedarse dormido.

Su ronquido era poderoso y acompasado. Era ahora el momento. La única oportunidad de recuperar la paz de la aldea se presentaba frente a los ojos de un muchacho de catorce años.
Imbawi se incorporó lento. Sus músculos estaban ateridos, pero por su juventud muy pronto, en sólo segundos, ya estaba corriendo hacia la aldea.
No quiso compartir la noticia, quería ser el héroe que todos admiraran por su valentía. Corrió y corrió. Su padre Mabdai que trabajaba en el campo cercano lo vio correr. Imbawi se dirigió al establo de su pequeño hogar. Sacó el cencerro a la oveja más vieja, lo forró en una badana suave para evitar que sonara en la carrera de vuelta y mucho menos, al momento en que volviera junto a Bilaspur.
En sólo minutos se internó nuevamente en el bosque que rodeaba el lago y el riachuelo. Silencioso, como gacela, volvió al mismo lugar donde estuvo antes. Su corazón dio un brinco al comprobar que el tigre seguía allí absolutamente dormido.
Se hizo de valor y no sin antes encomendarse a Ganesh, comenzó a acortar la distancia de unos diez metros entre él y el animal. Pisó con sumo cuidado. Cada paso era una verdadera prueba de valor. Fueron sólo doce pasos para llegar a estar a un palmo de aquel bello animal. Su hermosura era perfecta. Nada en él estaba fuera de lugar. Con sus manos transpirando en abundancia, desenvolvió el cencerro pero siempre mantuvo entre sus dedos el badajo evitando así el contacto de los metales. Abrió el cordel de cuero todo lo que pudo y se acercó con ambos brazos extendidos al cuello de aquella gigante cabeza durmiente. Un ronquido mayor le paralizó. Temió que la bestia abriera sus ojos. Un segundo quedó congelado, a la espera de un desenlace horrible. Nada sucedió, el tigre continuó con los ojos cerrados.
Imbawi retomó el valor. Sus manos rodearon el enorme cuello peludo y se encontraron en la base de la nuca. Comenzó a hacer el nudo doble que siempre hacía en las pircas de los rebaños de su padre cuando el felino abrió sus celestes ojos y los clavó en los de Imbawi.
Las miradas de ambos se encontraron, no había sentimiento alguno de maldad o de bondad en la mirada profunda y azul. El momento pareció suspenderse en el aire. No surgió sonido alguno ni aún el canto de la grulla, los grandes colmillos brillaron, los bigotes se erizaron, no hubo ni luz ni sombra, desde el blanco más brillante al negro más profundo en un parpadeo interminable en el que el niño vio al pequeño tigre oveja asustado y balando. La imagen desapareció tal cómo vino. Imbawi previó el ataque inminente tapando sus ojos con sus puños apretados.

Pasó un instante y nada, pasaron más segundos y nada, hasta que sintió en su rostro el contacto con una cosa húmeda y con la textura de una lija. Abrió sus ojos y se dio cuenta que era la lengua del tigre, el cual retozaba sobre la maleza. El muchacho soltó el badajo y el cencerro, ya amarrado a su cuello, de inmediato sonó. El tigre sorprendido miró hacia el cielo, luego en dirección a la aldea Amarkantax. Se incorporó ronroneando igual que un gato gigante. El muchacho se dio cuenta que lo había logrado. Abrazó, primero tímida y luego con efusividad al animal. Este comenzó a caminar lentamente hacia la aldea. Imbawi, intrépidamente lo montó. El tigre entonces comenzó a correr. Su cuerpo era fibra pura, sobre él, el héroe lo montaba a horcajadas en su lomo. El sol que se ponía en el horizonte los llenó de luz oblicua mientras corrían en su dirección, los ojos de Imbawi y del tigre oveja miraron ese sol trafoguero.
Mabdai, junto a varios aldeanos llegaron al lago en el mismo momento que el sol ya se ponía en un ocaso naranja y violeta. Todos llevaban lanzas, dagas y sables porque no querían ser sorprendidos por algún tigre de bengala durante la búsqueda de Imbawi.
La débil luz de las teas confirmó sus más pesimistas sospechas. En la orilla del lago estaba un turbante sucio desgarrado y abundantes  manchas oscuras de sangre. En rededor, las huellas de un animal más grande que un tigre pero menor a un elefante se marcaban en el fango de la orilla del Culeby. Los ojos ancianos de Mabdai se inundaron hasta tal punto de lágrimas, que incluso creyó ver un cencerro brillando al otro lado del arroyo.


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