lunes, 3 de septiembre de 2018

Wenuweke y las doce piedras.







Wenuweke  corría muy rápido por aquel bosque húmedo de Trapananda. Su piel gruesa no lograba aislar la sensación de humedad que tenía en sus caprinas extremidades. Nunca en su vida había corrido en cuatro patas y ahora tenía que hacerlo para no morir en ese peludo cuerpo creado por un perverso conjuro.
Un violento trueno proveniente del ventisquero sagrado le hizo detenerse. Estaba realmente asustado y el horrible estruendo proveniente de las entrañas del lugar de su destino no hizo más que paralizarlo por un instante a mirar hacia el monte.
Junto a él, bajo un arbusto, un pequeño zorrito plateado de larga cola, que comía una especie de remolacha azul, lo miró y le habló con sarcasmo.
-        ¿Acaso son los truenos de Queulat los que te aterran carnero?-
-        No, no, sólo me impresionó su rugido…..replicó Wenuweke
-        ¿Y hacia dónde vas tan apurado?, inquirió el zorrito
-        No tengo tiempo de explicarlo, voy para allá - Dicho esto, el carnero retomó su carrera.
-        ¡Voy contigo! - gritó riendo el zorrito, quién de un brinco se montó sobre el lomo del carnero.
-        Cómo quieras, pero no me detendré hasta llegar a la cima del Queulat -Respondió Wenuweke
-        Creo que me necesitarás, iré contigo. Ahh...por si te interesa, mi nombre es Llancañir.
La tundra era espesa en esa zona y el barro succionaba sus patas de carnero, cansándolo aún más, pero ello no le detuvo. Corrió hasta que la falda del inmenso Queulat estuvo muy cerca. La tundra empezó a menguar, siendo reemplazada por un área de grandes piedras con algunos rastros de nieve hielo. Se detuvo en extremo cansado y se apoyó en una roca grande. Estaba a punto de iniciar el verdadero ascenso al ventisquero.
Al sur y lejos de allí, todo el periplo de Wenuweke era seguido con claridad y detalles por el brujo Melivilú, en las sombras mágicas de su gran hoguera frente al lago.
Este era el día indicado por el oráculo. Wenuweke, indígena cuidadosamente seleccionado por su fortaleza y alma bondadosa, había sido hechizado y transformado en un caprino por Melivilú y la misión que debía realizar, para recuperar su aspecto humano, era correr hasta el Queulat y robar las doce piedras del poder que Loncopan tenía guardadas en la roca hueca de la cima.
El robo de las piedras debía ser antes de que el sol del día se pusiera y el hechicero debía palparlas exactamente junto al primer rayo de la luna llena de esa misma noche. Ello le conferiría el poder supremo de Trapananda terminando así definitivamente con el reinado de su archi enemigo Loncopan. La subida a la cima fue curiosamente fácil para Wenuweke. Sus patas delanteras, con pequeñas pezuñas se acomodaban muy bien al terreno pedregoso y con las musculosas extremidades traseras daba impulsos que le permitían dar grandes saltos de roca en roca, los que con su forma humana jamás habría podido dar. Ahora entiendo por qué Melivilú me convirtió en carnero, pensó.
La vegetación volvía a ser espesa en aquella ascensión. El ruido colosal de la caída de agua desde la cumbre del ventisquero crecía cada vez más, igual que la profundidad azul del cielo contrastado. Los crujidos de los hielos eternos se sucedían.
-        ¡Detente! - Gritó Llancañir de súbito. Wenuweke, desconocedor de la zona, obedeció al zorro.
-        ¿Qué pasa? - preguntó
-        Al frente, en aquella cueva está Ipi, la madre de la culebra gigante, la que cautela que nadie interrumpa la meditación de Loncopan.
-        Entonces daremos un rodeo, contestó el caprino
-        Imposible, no hay por dónde hacerlo y además creo que ya nos ha escuchado...ya sabe que estamos aquí…
-        ¿Entonces?
-        Ehh...tendrás que luchar con Ipi…- El zorro no alcanzó a terminar la frase, cuando apareció la monstruosa figura negra de Ipi. Del tamaño de un caballo. En su cabeza se movían unas tenazas filosas y dentadas, largas antenas nacían sobre sus negros ojos flanqueados por seis patas gruesas y velludas. El escarabajo gigante se interpuso entre ellos y la senda que conducía a la cima del ventisquero.
-        ¡Usa los cuernos que tienes en tu cabeza!- Gritó Llancañir que saltó del lomo del carnero y se refugió tras unas murtas gigantes.
Dicho esto, sin pensar y haciendo acopio de valor, Wenuweke tomó impulso con sus patas traseras y embistió a la bestia. El choque fue violento. La caparazón de Ipi era cómo una armadura de piedra. Una tenaza del insecto gigante agarró uno de los cachos del carnero y ayudado de sus patas delanteras, de un solo movimiento lo volteó y arrojó contra un grueso ciprés de las huaitecas. El golpe fue duro. Al carnero le dolió mucho el golpe en el costado de su abdomen, pero muy rápido con sus patas delanteras pateó fuertemente el tronco del ciprés y se incorporó. Las fauces de la bestia se abrían y cerraban amenazadoramente. Wenuweke recordó entonces que una de las habilidades de un carnero era la posibilidad de saltar casi sin espacio y saltó entonces al costado izquierdo del bicho, evitando el violento ataque de la tenaza dentada. Dando un giro con sus patas delanteras y con el mismo impulso de su sorpresivo salto, le despachó una formidable coz con sus musculosas patas traseras en el flanco de esa negra armadura.
Tan fuerte fue el golpe que Ipi se dio vuelta y quedó con el caparazón contra el suelo moviendo sus asquerosas patas para retomar su posición. Este instante lo aprovechó Wenuweke, quien al ver al alcance de sus cuernos el abdomen blando de Ipi no dudó en atacar. Sintió una rara sensación cuando su nuca chocó contra algo blando, ya que ambos cuernos se habían hundido en el vientre de Ipi. Repitió ese ataque tres veces. El chillido mortal de la madre de la culebra fue espantoso. El carnero retrocedió al ver que su enemigo dejaba de mover sus patas. Desde sus cuernos y cabeza un viscoso líquido verde caía sobre sus ojos. Ipi estaba muerto.
-        ¡Lo has matado, lo has vencido! - Le gritó Llancañir, corriendo a su lado y gruñéndole al cadáver de Ipi
-        Debemos seguir, dijo Wenuweke, falta poco para que se ponga el sol.
Antes de eso, se acercó a uno de los muchos saltos de agua y limpió allí su cabeza bajo la fría y cristalina vertiente. Continuaron su ascenso por un sendero de majestuosa hermosura. El frío de las nieves y hielos eternos del ventisquero se sentía cada vez más pese al grueso pelaje de ambos animales. No cejaron por ningún instante pese al cansancio, al frío y a la incertidumbre de lo que les esperaba. De pronto, el sonido de las aguas cayendo e incluso los ronquidos de las grietas del ventisquero fueron acallados por una voz profunda.
-        ¿Hacia dónde se dirigen Carnero y zorro?
Ambos miraron en todas direcciones sin ver nada. La hermosa y poderosa voz de una mujer parecía provenir desde la copa de los árboles. La vegetación se había vuelto en ese tramo extremadamente tupida y bloqueaba totalmente el sendero en el que venían desde lo de Ipi.
-        ¿Quién eres?-interrogó Wenuweke
-        Soy Manque y a la cima el paso cerrado mantengo.
-        ¡Déjanos pasar, vamos por las doce piedras del poder de Loncopan!, respondió el caprino sin dudar
-        Si las piedras del poder es lo que quieren lograr,
contestar tres entresijos del Queulat deberán,
fallando a una con la magia de Manque cruelmente morirán.
Ambos se miraron sorprendidos, no había posibilidad de volver atrás.
-        Pregunta entonces mujer sabia – gritó el carnero mirando hacia lo alto
-        Uno...Si me llamas desaparezco, si me nombras también… ¿Quién soy?
-        …..eh, danos una pista, dijo el zorro…
-        ¿Si te nombro desapareces?...si te llamo también….ya sé. ¡El silencio! gritó Weneweke.
Un par de angustiosos segundos precedieron el grito.
-        Muy bien.… Dos.Aunque es madre nunca ha parido, aunque es selva nunca dio abrigo; nace y no sabe andar pero rápido se pone a trepar”. - Ambos animales quedaron perplejos. El astuto zorro, haciendo honor a su especie comprendió el juego de palabras.
-        ¡La Madreselva! Gritó con su cola engrifada
-        Muy bien. Sólo les queda un entresijo si en la cumbre osan pastar… ¿Qué cosa es aquello que entrando en el río nunca se moja?
Estaban frente a una pregunta muy difícil. No había juego de palabras cómo en la anterior, no había lógica cómo en la primera. Miraron hacia una de las cascadas y el charco que formaba, tal cómo sería un lecho de río. Piedras, pero estaban mojadas. ¿Agua...hojas...peces? El tiempo se agotaba y Wenuweke previendo que era el fin del camino elevó su mirada al cielo. Atardecía. El sol ya estaba oblicuo y sus rayos perforaban las copas de los árboles. Volvió la vista al charco, ¡eso era!
-        ¡Los rayos del Sol! - gritó a la copa de esos árboles parlantes.
Casi por arte de magia la tupida selva que les había cortado el sendero se abrió antes sus ojos. Frente a ellos se perfiló algo que no tenían considerado  paralizando su entusiasmo. Un último y peligroso obstáculo era el que tenían que superar. No era mágico, repulsivo o violento. Era la naturaleza en su estado más puro. La fatídica pared de hielo de los cincuenta pasos, con una huella de sólo dos palmos de ancho y un precipicio monstruoso sin fondo al lado izquierdo. La escarcha eterna era resbaladiza, especialmente para un animal con pezuñas. Wenuweke dio un cuidado paso y apegó todo su cuerpo hacia la derecha, contra el muro helado del témpano vertical y le ordenó al zorro que se colgara de ese lado para aumentar el contrapeso frente al vacío del lado opuesto. Lentamente comenzó el cruce. El vértigo de no ver nada más que cielo y hielo le aterraba. El zorrito tiritaba, de miedo y también de frío por el hielo de la pared que apretaba su espinazo. Los primeros diez pasos, lentos, cautelosos. Una breve pausa sin mirar el vacío. Infundirse de valor e ir por los siguientes diez pasos más para llegar a veinte. Acopio de valor para los siguientes veinte pasos. Ya, van cuarenta pasos. El fin del blanco y filoso sendero se vislumbra. ... diez, nueve, ocho pasos. El resbalón fue de su pata izquierda, el vacío no le detuvo, el equilibrio perdió. Wenuweke sintió en su estómago que venía la caída fatal. Pero algo le inmovilizó. Quedó suspendido en el vacío con sólo tres patas sobre el hielo. Su cuerno derecho se había enganchado en una saliente del hielo milenario del ventisquero. Este empezó a crujir, pronto se quebraría. Antes de eso, Llancañir se movió rápidamente bajo el abdomen del carnero y desde la cornisa tomó la pata que estaba en el vacío. Al hacerlo tuvo que mirar el precipicio, y allá abajo pudo distinguir pequeñísimos cuerpos de diferentes animales muertos y totalmente congelados. Ellos no eran los únicos y eso le impulsó aún más el propósito. Con un fuerte tirón posó la pata izquierda de Wenuweke nuevamente en el frío sendero e inmediato trepó haciendo contrapeso contra la pared de hielo. Ambos amigos respiraron profundamente y esperaron unos segundos. Lo que faltaba era aún más angosto. Sólo un colosal salto les permitiría llegar al otro lado. El carnero hombre aguzó su mente, por algo tenía ese nombre que significaba carnero del cielo. Sus ancestros tehuelches bautizaban según las alineaciones de estrellas sobre Trapananda vislumbrando allí el designio de los hijos de sus hijos de sus hijos. La tensión se apoderó de músculos y tendones de las patas traseras del carnero, hundió su abdomen para exhalar todo el aire de sus pulmones en el momento del salto, su pelaje se erizó, sus ojos sólo veían el terraplén que estaba cinco metros más allá. El zorrito se aferró con sus pequeñas garritas y cerró los ojos. El brinco fue cómo la erupción de un volcán. Impulsado por esas extremidades poderosas, pero a la vez por su alma vernácula y su sangre tehuelche, se elevó entre el precipicio mortal y la pared glaciar. Sus ojos nunca se apartaron de su objetivo. Apenas tocó la superficie salvadora con sus patas delanteras, echó todo su peso hacia adelante y pisó con las traseras el terraplén. Lo había logrado. Allí estaban ambos, en la cima del ventisquero. El frío era terrible, pero lo habían logrado. La roca hueca estaba frente a ellos y tal cómo le había dicho el brujo Melivilú tenía forma de la cabeza de un puma gigante.
Entraron a la caverna y frente a sus hocicos vieron las doce piedras apiladas una sobre la otra de más grande a más chica. El sol poniente iluminaba mágicamente todo.
En ese preciso instante, la imagen desapareció de la vista de Melivilú que excitado había observado todo el difícil ascenso de los animales, pero ahora el conjuro de protección del puma de piedra de Loncopán le impedía al hechicero ver nada. Sólo esperaría el regreso.
Cuando con sumo cuidado ambos animales se dispusieron a tomar la piedra de más arriba, una sombra enorme emergió frente a ellos. Era el fantasma de Loncopán, el vigía del Queulat, el dios de Trapananda.
-        ¡Habéis demostrado valentía y sabiduría para estar aquí! Exclamó una nube gris arremolinada en si misma a través de una boca que no era más que un pequeño hueco en la bruma informe.
-        Por favor gran vigía, sólo déjame tomar las doce piedras y me iré en paz, respondió Wenuweke asustado, pero con firmeza en su voz.
-        Si estas piedras llegan a manos de Melivilú, el mal asolará Trapananda por mil años.
-        ¿Qué estás diciendo? ¿El mal asolaría nuestra tierra? Que desgracia, soy humano y la única forma de recuperar mi vida es llevar estas doce piedras conmigo...
-        …He visto tu corazón y tus sentimientos Wenuweke, sé que eres un hombre de alma pura. Las doce piedras llevarás.
-        ¿Pero me has dicho que…?
-        Ve tranquilo, doce piedras encantadas llevarás y al tocarlas Melivilú, todo hechizo invocado por el mal terminará.
Había que volver antes de la medianoche. El dios fantasma les había entregado un pequeño saco tejido con raíces con doce piedras encantadas en su interior y les había allanado el camino de vuelta. El zorrito se aferraba con sus cuatro patitas al carnero que corría veloz por la explanada del valle bajo el ventisquero aprisionando el saquito en su hocico. El cielo ya estaba púrpura, pronto saldría la luna. No pararían hasta llegar a su destino.
El humo negro que salía de la choza junto al volcán de la ensenada de Puyuhuapi indicaba que el brujo estaba allí, ansioso, esperando la recompensa. Ambos entraron justo antes de que la luz blanquecina de la luna diera en sus lomos. Lo habían logrado.
-        Veo que traes lo que te he encargado Wenuweke – dijo pausadamente Melivilú que estaba de espaldas a ellos frente al caldero riendo regocijado por su fortuna.
-        Por supuesto gran Melivilú, tu sabes que tu siervo soy , contestó el carnero
-        Y tu zorro  ¿de dónde has salido? –inquirió el brujo al ver al pequeño animal de cola plateada.
-        He ayudado a Wenuweke en su misión gran Melivilú.
-        Muy bien, muy bien...entonces es momento que me entreguen esos maravillosos talismanes que de Trapananda en dios me concebirán.
Por el orificio central del techo de la choza la luna estaba llegando a su cénit. Era exacto la medianoche cuando Melivilú abrió aquel contenedor con las doce piedras. Al unísono, justo al momento en que el brujo metía su mano en busca de las piedras, ambos animales gritaron la evocación instruida por Loncopán.
-        ¡Cuando den las doce, cuenta doce piedras! Si mi corazón se ha de consolar, conviértelo en lo que deseo y el alma negra en piedra morirá.
Wenuweke sintió un fuerte temblor y diversos espasmos en todo su cuerpo. Cayó al suelo apisonado de tierra húmeda con convulsiones y retorcijones. Cerró los ojos creyendo morir. Poco a poco la sensación fue rescindiendo y cuando hubo pasado el trance los abrió. Frente a él Melivulú ya era una estatua de piedra negra. Vio que sus manos eran humanas nuevamente, se tocó el rostro y allí estaba su nariz, su boca, sus ojos. Había vuelto a su vida. De nuevo era el tehuelche Wenuweke.
-        Eres hermoso. - La voz de una mujer lo sorprendió. Giró y tras él una bella mujer, delgada pero firme, de larga cabellera negra y ojos azabaches le sonreía.
-        ¿Y tú quién eres?
-        Soy Llancañir
-        ¡Pero si tú eres un zorro!
-        No, nunca te diste cuenta en mi larga cola. Era una hembra de zorro que también fui hechizada por Melivulú hace mucho tiempo. Tanto que él lo había olvidado.
-        ¿Y nunca me lo dijiste?
-        Para qué,  ya casi me había habituado a mi nueva vida.
-        ¿Y de verdad me encuentras hermoso? Le preguntó él sonrojándose.
Ambos salieron de la cueva del hechicero. La luna llena bañó sus rostros humanos. Sus miradas se cruzaron, sonrieron, eran Tehuelches, eran hijos de Trapananda.


No hay comentarios:

  La Virgen y la sombra A las dos de la madrugada Joaquín Moraleda de Provoste me llamó por teléfono. Una llamada inquietante de alguien q...