Era más de las tres de la madrugada y en Madrid llovía a cántaros.
Había celebrado mi
cumpleaños veintiocho yendo de copas con algunos amigos por algunos bares de
moda en el barrio de Malasaña y pese a mis denodados intentos, no había logrado
enganchar chica alguna para que se fuera conmigo. La noche de mi cumpleaños sólo
y muy excitado no era algo que me sedujera pero, qué va, a veces se gana y
otras no. Estaba algo ebrio y pese a que estaba cansado, me daba vueltas en la
cama sin poder dormir. No sabía por qué mi pene estaba duro como roca. Las
filigranas bailarinas proyectadas por la lluvia en los vidrios y las luces de
la calle marcaban siluetas extrañas y un poco tétricas en las blanquecinas
paredes de mi habitación.
De pronto lo supe. Se
venía nuevamente.
Algo ya aprendido por
mi inconsciente delataba que esta sería una de aquellas noches en las que ese
antiguo e indeseado compañero nocturno no me dejaría conciliar el sueño. No
quería entramparme en un insomnio que sabía sería agobiante. No, ya llevaba
muchos años alentándome a darle la cara a esa maldita pesadilla, a aquel
infeliz invitado que había convertido muchas de las noches de mi vida en
verdaderos tormentos.
Como siempre, se
vinieron a mi mente los recuerdos de aquellas pesadas noches sin dormir,
revolcándome bajo las sábanas, con el corazón latiendo a mil y la humedad de
una fría transpiración inundando mi cuerpo, buscando al menos un hilo de
cordura para inventar la mejor forma de quedarme dormido.
Pese a todas las
terapias y visitas intermitentes a los loqueros de turno, las cosas parecían no
haber cambiado ni un ápice.
¿Esquizofrenia,
paranoia, locura, demencia? Todo había sido descartado por innumerables
exámenes y scanners a mi cerebro. Había intentado averiguarlo a través de
métodos menos convencionales como
regresiones a vidas pasadas, hipnosis y somnoterapias. Nada, todo había
sido inútil. Hasta había llegado a concluir que tenía un mal desconocido,
indudablemente alguna desconexión o cortocircuito en mi cerebro imposible de
detectar por las técnicas médicas de hoy, que me hacía delirar cada cierto tiempo,
siempre de noche. La frecuencia de los episodios eso sí había ido in crescendo.
En un principio, cuando era niño una o dos veces por año hasta ahora que eran
casi una vez al mes.
Mi madre, devota
ferviente de la iglesia católica, culpaba al demonio y había hecho lo
humanamente posible por llevarme hacia su redil, había incluso averiguado de
exorcismos con el padre Iñigo de la iglesia de nuestro vecindario en
Fuencarral, pensando acaso que con ello mi vida tendría un motivo, mi alma un
aliciente y mi suerte un mejor destino que el que aparentemente ya se había
escrito desde el momento de mi concepción. ¿habría sido aquello salvador? Nunca
lo supe.
Mientras cavilaba en
la fe que definitivamente no heredé, en las imágenes de santos que tantas veces
mi madre puso en el respaldo de mi cama, en las adustas y perentorias
obligaciones de ir a misa domingo a domingo por parte de mi padre, un hedor
pestilente inundó el eje del olfato. Estaba comenzando. Me despavilé.
Percibí rápidamente
que esta noche algo la hacía diferente a otras, sería más intensa.
Seguido de ese hedor
profundo de hojas muertas y podredumbre. Un seco sonido en la sala de mi
apartamento heló mi sangre y erizó mi cabello. No sabía si levantarme y echar
un vistazo o simplemente quedarme allí esperando una nueva manifestación de
aquel odiado compañero. Me levanté.
Incorporarme no fue
sencillo, las copas de mi celebración sumadas al peso de mi pavor atestaron mi
mente, hicieron temblar mis piernas y un resuello infantil pugnó por salir de
mi garganta. Caminé lentamente hacia la puerta, no sin antes tomar aquel bate
de béisbol, regalo de una navidad, que con fortuna utilice dos veces y que
ahora se tornaba en un aliado, un soldado en mi batalla aunque algo
pueril.
Abrí lentamente la
puerta y miré a la sala. Nada allí indicaba la presencia de algo extraño.
Caminé lentamente con el bate en mi diestra presto a dar el más certero de los
golpes a la primera cosa que se moviera. Nada, todo tenuemente iluminado por la
blanquecina luz de farolas de la calle y reflejando las miles de gotas que
bailaban en el ventanal.
Aquel momento lo
sentí eterno. Si bien mis ojos no lograban acertar con nada extraño, mi cuerpo
sentía allí una presencia inmaterial. Mi corazón pareció detenerse por un
instante.
No sentía absolutamente
nada, ni un solo ruido, ni un solitario auto pasando a toda velocidad por la
calle, ni un vago perro dando sus últimos ladridos a la noche, ni la lluvia.
Nada. Un extraño y sepulcral silencio y un frío que comenzaba a calar hondo en
mis huesos, mis músculos parecían no responder a mis demandas y el brazo con el
que sostenía el bate se me agarrotó.
De súbito el hedor inesperado asfixió mi garganta y un líquido urticante, venidero de quién sabe de dónde, me dio de lleno en medio de la cara.
De súbito el hedor inesperado asfixió mi garganta y un líquido urticante, venidero de quién sabe de dónde, me dio de lleno en medio de la cara.
Un dolor intenso se apoderó de mí. Los huesos de mi
rostro hervían de ese lacerante invitado nunca antes sentido. Caí de rodillas
en la mullida alfombra de la sala tomándome la cara con ambas manos. El bate
rodó a un rincón lejano. Mis ojos no podían ver, ni quería intentar abrirlos
por temor a que eso entrara en ellos o bien, para no ver qué era lo que estaba
frente a mí en ese preciso instante. Estaba inerte, hincado, desvalido y
sufriente. Por lejos era la noche más intensa de todas las que había tenido en
mi vida.
Una fuerza extraña
levantó mi cuerpo, levité por segundos, minutos tal vez, sentía que la sangre
me hervía y que cada centímetro cúbico de ella buscaba una forma de salir pera
verterse sobre la alfombra que me parecía cada vez más lejana. Mi mente no
podía entender, no podía siquiera dar la seña exacta para un grito de auxilio,
sólo rogaba al dios de mis padres que se hiciera presente y me liberara. De
pronto y ya al extremo de la resistencia física, sentí un estruendo y un único
golpe que me embriagó hasta el éxtasis en el dolor más profundo. Oscuridad
total hasta que sentí el brillante sol del mediodía entrando en mis húmedas
pupilas e hiriendo el iris y mordiendo las lágrimas que los rodeaban. Abrí
vacilante mis ojos y me vi acostado en esa gran piedra plana y caliente, la
sangre de mis extremidades amarradas por tiras de cuero a ese sitial corría por
sus costados. Entre el sol y yo, un hombre gigantesco, con una máscara que
simulaba un chacal o un perro salvaje color negro cantaba rituales y blandía un
gran puñal dorado. Los gritos de una multitud invisible venían desde la
profundidad, desde abajo, desde todas partes.
Cerré nuevamente los
ojos con fuerza, casi como por instinto, para volver, para entender, para
despertar de aquella pesadilla.
No quería abrirlos,
no podía abrirlos. Estaban demasiado hinchados para permitirme una completa
visión de lo que allí ocurría. Sólo sé que estaba allí, sobre la piedra
candente y que aquel hombre y su puñal efectivamente me buscaban, me miraban,
me asediaban.
Sus impetraciones y
vociferadas frases rituales comenzaron a cobrar sentido. No lograba entender
cómo y porqué aquello me era familiar; los cánticos, el aroma, aquel lugar,
aquel hombre tras la máscara…sí, era él, sin lugar a dudas era él.
El pánico se apoderó
de mí, todo mi ser ya intuía, ya sabía de forma ancestral lo que allí estaba a
punto de suceder.
En mi mente conjeturé
que mi departamento en el pleno corazón de Madrid seguía inundado por esa luz
pálida y sin vida, y ya no pude escuchar la lluvia urbana opacada por esos
tones de tambores tribales que perforaban mis oídos con su monótono retumbar.
Mi oído era el único sentido que me mantenía unido a esos mundos. Ni pensar en
abrir los ojos o tratar de alargar mis brazos al terror que estaba allí, que
inundaba y cubría todo mi ser. Una palabra desconocida retumbó en mi mente. Una
palabra que evocaba, ¡Henutmira! repetía mi mente, ¡Henutmira!
Como si el día
cambiara abruptamente a la noche, aquel sol brillante comenzó a palidecer y a
medida que ellas comenzaron a rodearme, la luz se fue extinguiendo mágicamente.
Eran bellas jóvenes, de larga cabellera negra, una angulosa nariz adornaba su
particular forma craneal y ojos negros parecían apuñalarme en cada mirada. Eran
veintiocho doncellas vestidas con un simple atuendo blanco, sin un ápice de
color sobre sus cuerpos salvo por una pequeña cruz de Anhk de piedra azul que
cada una llevaba entre sus manos, cada gema no era más grande que un puño y
brillaban como una estrella fugaz en noche sin luna. Entró la última de las
mujeres, vestida en forma idéntica, sólo que en sus manos, en vez de la cruz de
piedra azul, llevaba un corazón. Por su forma y tamaño intuí que era humano.
Era la sacerdotisa
del templo de las vírgenes, que a través de este ritual me ofrecía el alma de
cualquiera de sus doncellas de azul turquesa. Era la señal para que yo, un
simple soldado del reino, elegido por el dios de los cauteladores de Ra, pudiera demostrar mi virilidad y de esa forma
convertirme en un guerrero de la guardia de Horus. Yo tenía que recibir aquel
corazón, mascar de él un trozo y con la sangre en mi boca besar y poseer a aquella
virgen elegida. Pero no lo hice. Mi corazón amaba a quién no debía y estar
entre estas vírgenes no me impediría poseerla aquella misma noche, tal y como
lo habíamos planeado cien veces. Era esa noche, la noche de luna llena, la
noche de las veintiocho lunas.
Contuve la
respiración cuanto pude, desee volver al cálido y seguro reducto de mi alcoba,
aquella que en tantas pesadillas me había acompañado - ninguna como esta - pero
que sin duda albergaba un especie de ancla a la cordura, a aquello que hoy
estaba a punto de perder por completo.
Mi mente no cejaba
¡Henutmira, Henutmira! La vida que hasta ahora conocía parecía desvanecerse
ante mi voluntad, mi cuerpo comenzaba a mutar, mis extremidades parecían
alargarse y fundirse en el confín del deseo. Del deseo más humano y vulgar, del
deseo carnal y promiscuo. Quería tocarla, poseerla, inundar su cuerpo con mis
fluidos y gritos ahogados de ardiente pasión y desenfreno, con fuerza, irrumpir
en ella, con sutil movimiento posarme en su vientre y descubrir el calor que su
cuerpo juvenil destilaban a cada paso. Henutmira! Ese era su nombre, el nombre
de la mujer que me había enloquecido y trastocado.
Como en un corte
cinematográfico, ya no estaba con las 28 doncellas. Ahora la luna nos bañaba
mientras corríamos a nuestro escondite. La hermosura de Henutmira, hija del
Faraón Seti I era sublime. Todo lo que esta misma noche pensaba en aquella
lejana habitación era real en este instante. Llegamos a nuestro escondite
enclavado en un recodo del Nilo cubierto por matorrales. Nos abrazamos con
pasión, mis caricias recorrieron su turgente cuerpo ya desnudo, Henutmira con
movimientos cadenciosos de sus caderas me invitaba a la lujuria y el deseo, sus
pequeños pezones eran dos duros y sabrosos montículos en mi boca, sus piernas
me abrazaron fuerte y abrió para mí su sexo intocado. Sus leves quejidos al
penetrar su pura y salvaguardada virginidad hicieron que mi erección llegara
hasta el dolor.
…De pronto,
pasmosamente lo comprendí todo. Mi erección de esta noche tenbía un sentido.
Era la luna veintiocho de mis veintiocho años.
Rendido al placer y
al calor del cuerpo de mi amada dormité unos segundos. El latir de su corazón
acompasaba como cántico de cuna mi sueño, mis esperanzas y el anhelo de que
aquello perdurara una eternidad. Antes de despuntar el alba huiríamos hacia la
tierra de los coptos.
Un súbito y artero
toque me obligó a abrir los ojos de golpe. Nuevamente, para mi estupor, yacía
en la piedra candente, una figura femenina, desnuda, de largas piernas y frondoso pubis se
acercaban lentamente. En su mano traía una vasija de piedra. Con sutil ademán
vertió en mi boca un líquido espeso, algo turbio y medianamente amargo. Era el
elixir del yasoon. Una suerte de anís fuerte y orujo amargo pero que contenía
algo que me recorrió por dentro y comenzó a manifestarse en cada una de las
heridas vivas que tenía mi cuerpo.
Retornaron los gritos
y los acompasados tambores. Aquel elíxir se apoderó de mi alma y abrió mi
locura obligada. Mis ojos daban vuelta en su órbita desenfrenadamente, mi
cuerpo se llenaba de estertores y mi estómago ardía con el fuego en mis
vísceras.
Era el castigo a
quien había cometido el peor de los errores en aquella ancestral planicie
egipcia. Poseer a la hija predilecta del Faraón Seti y además, hermana de
Ramsés. Sabía que después vendría Anubis, el Dios de la muerte con su máscara
de perro, sus bestias y su daga de oro a
sacar mi corazón y darlo de comer a aguiluchos y ratas.
Hace cuatro mil años
había logrado escapar, no sé cómo, pero el recuerdo de haber despegado mi
cuerpo de esa piedra caliente, resbalado en mi propia sangre, esquivar la daga
asesina que chocó con la piedra, resbalar de manos y brazos que trataban de
capturarme, bajar cómo un celaje treinta y tres escalones del poliedro de los
sacrificios, esquivar la lluvia de flechas zigzagueando como un loco, penetrar
la verde y tupida vegetación orillera del Nilo y el río salvador, el nadar por
mi vida. No sé más, había sobrevivido entonces.
Hoy, allí estaba yo.
Tendido de cúbito dorsal sobre la alfombra de mi apartamento. La escasa luz que
provenía de la ciudad dormida apenas iluminaba las siluetas de aquellas bestias
de piel de lobo y grandes colmillos de marfil que aguzaban sus amarillos ojos
en mí, mientras flanqueaban al Dios de la Muerte con su penacho feroz y
tatuajes en el rostro. Él sonrió tétricamente mientras palabras olvidadas
brotaban de su boca y retomaba el ritual abruptamente roto miles de años atrás
por mi huida.
El brillo de la daga
de oro de veinte centímetros centelleó ante mis ojos al levantarla sobre mi
pecho. El golpe fue certero. La carne flaqueó fácilmente y el puñal se hundió
en mi pecho hasta mi corazón. Dolor agobiante, dolor de muerte.
Era la noche de las
veintiocho lunas de mis veintiocho años. Era el fin de mis insomnios. Era la
liberación de mi alma de joven guerrero que cuatro mil años atrás, había
cometido el error de enamorarme de quien nunca debía haberlo hecho.
Abrí los ojos con
incredulidad, sólo veía un sin fin blanco, ya no había ruido, ni dolor. No
había nada, ni los cánticos, ni el hedor, ni aquella embestida de adrenalina
que me impulsaba a huir. Nada. Ni respiración alguna ni atisbos de un latido.
Aquella canción de
cuna que alguien solía entonar las eternas noches de pesadilla comenzó a rondar
mis recuerdos, una y otra vez. Mi cuerpo comenzó a temblar en forma sutil y
progresiva, un sudor extraño mezcla de mújol y
manzanilla comenzó a fluir y como vertiente natural dio paso a un
pequeño pero certero impulso.
Logré incorporarme de
tal modo que pude levantar la mitad de mi cuerpo. Desde lo alto contemplé la
escena. Ahí estaba yo, en medio de la sala de ese departamento, sobre la
alfombra desnudo y cubierto con una sábana blanca con un gran manchón carmesí
al centro. Ahí estaban para mi desquicio los ojos incrédulos y estupefactos de
varios policías y uno que otro vecino curioso que aquella madrugada no quiso
perderse el asesinato del extraño individuo del departamento 28
Yo era invisible a
ellos. Mi piel aceitunada, un taparrabos y una maravillosa sensación de
libertad.
Abrí mi mano y para
mi propio asombro, una pequeña piedra de oro hizo latir mi corazón con fuerza y
convicción. Todo había terminado. Era libre por fin.
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