lunes, 27 de agosto de 2018

Insomnia



Era más de las tres de la madrugada y en Madrid llovía a cántaros.
Había celebrado mi cumpleaños veintiocho yendo de copas con algunos amigos por algunos bares de moda en el barrio de Malasaña y pese a mis denodados intentos, no había logrado enganchar chica alguna para que se fuera conmigo. La noche de mi cumpleaños sólo y muy excitado no era algo que me sedujera pero, qué va, a veces se gana y otras no. Estaba algo ebrio y pese a que estaba cansado, me daba vueltas en la cama sin poder dormir. No sabía por qué mi pene estaba duro como roca. Las filigranas bailarinas proyectadas por la lluvia en los vidrios y las luces de la calle marcaban siluetas extrañas y un poco tétricas en las blanquecinas paredes de mi habitación.
De pronto lo supe. Se venía nuevamente.
Algo ya aprendido por mi inconsciente delataba que esta sería una de aquellas noches en las que ese antiguo e indeseado compañero nocturno no me dejaría conciliar el sueño. No quería entramparme en un insomnio que sabía sería agobiante. No, ya llevaba muchos años alentándome a darle la cara a esa maldita pesadilla, a aquel infeliz invitado que había convertido muchas de las noches de mi vida en verdaderos tormentos.
Como siempre, se vinieron a mi mente los recuerdos de aquellas pesadas noches sin dormir, revolcándome bajo las sábanas, con el corazón latiendo a mil y la humedad de una fría transpiración inundando mi cuerpo, buscando al menos un hilo de cordura para inventar la mejor forma de quedarme dormido.
Pese a todas las terapias y visitas intermitentes a los loqueros de turno, las cosas parecían no haber cambiado ni un ápice.
¿Esquizofrenia, paranoia, locura, demencia? Todo había sido descartado por innumerables exámenes y scanners a mi cerebro. Había intentado averiguarlo a través de métodos menos convencionales como  regresiones a vidas pasadas, hipnosis y somnoterapias. Nada, todo había sido inútil. Hasta había llegado a concluir que tenía un mal desconocido, indudablemente alguna desconexión o cortocircuito en mi cerebro imposible de detectar por las técnicas médicas de hoy, que me hacía delirar cada cierto tiempo, siempre de noche. La frecuencia de los episodios eso sí había ido in crescendo. En un principio, cuando era niño una o dos veces por año hasta ahora que eran casi una vez al mes.

Mi madre, devota ferviente de la iglesia católica, culpaba al demonio y había hecho lo humanamente posible por llevarme hacia su redil, había incluso averiguado de exorcismos con el padre Iñigo de la iglesia de nuestro vecindario en Fuencarral, pensando acaso que con ello mi vida tendría un motivo, mi alma un aliciente y mi suerte un mejor destino que el que aparentemente ya se había escrito desde el momento de mi concepción. ¿habría sido aquello salvador? Nunca lo supe.
Mientras cavilaba en la fe que definitivamente no heredé, en las imágenes de santos que tantas veces mi madre puso en el respaldo de mi cama, en las adustas y perentorias obligaciones de ir a misa domingo a domingo por parte de mi padre, un hedor pestilente inundó el eje del olfato. Estaba comenzando. Me despavilé.

Percibí rápidamente que esta noche algo la hacía diferente a otras, sería más intensa.
Seguido de ese hedor profundo de hojas muertas y podredumbre. Un seco sonido en la sala de mi apartamento heló mi sangre y erizó mi cabello. No sabía si levantarme y echar un vistazo o simplemente quedarme allí esperando una nueva manifestación de aquel odiado compañero. Me levanté.
Incorporarme no fue sencillo, las copas de mi celebración sumadas al peso de mi pavor atestaron mi mente, hicieron temblar mis piernas y un resuello infantil pugnó por salir de mi garganta. Caminé lentamente hacia la puerta, no sin antes tomar aquel bate de béisbol, regalo de una navidad, que con fortuna utilice dos veces y que ahora se tornaba en un aliado, un soldado en mi batalla aunque algo pueril.  
Abrí lentamente la puerta y miré a la sala. Nada allí indicaba la presencia de algo extraño. Caminé lentamente con el bate en mi diestra presto a dar el más certero de los golpes a la primera cosa que se moviera. Nada, todo tenuemente iluminado por la blanquecina luz de farolas de la calle y reflejando las miles de gotas que bailaban en el ventanal.

Aquel momento lo sentí eterno. Si bien mis ojos no lograban acertar con nada extraño, mi cuerpo sentía allí una presencia inmaterial. Mi corazón pareció detenerse por un instante.
No sentía absolutamente nada, ni un solo ruido, ni un solitario auto pasando a toda velocidad por la calle, ni un vago perro dando sus últimos ladridos a la noche, ni la lluvia. Nada. Un extraño y sepulcral silencio y un frío que comenzaba a calar hondo en mis huesos, mis músculos parecían no responder a mis demandas y el brazo con el que sostenía el bate se me agarrotó.
De súbito el hedor inesperado asfixió mi garganta y un líquido urticante, venidero de quién sabe de dónde, me dio de lleno en medio de la cara.
Un dolor  intenso se apoderó de mí. Los huesos de mi rostro hervían de ese lacerante invitado nunca antes sentido. Caí de rodillas en la mullida alfombra de la sala tomándome la cara con ambas manos. El bate rodó a un rincón lejano. Mis ojos no podían ver, ni quería intentar abrirlos por temor a que eso entrara en ellos o bien, para no ver qué era lo que estaba frente a mí en ese preciso instante. Estaba inerte, hincado, desvalido y sufriente. Por lejos era la noche más intensa de todas las que había tenido en mi vida.
Una fuerza extraña levantó mi cuerpo, levité por segundos, minutos tal vez, sentía que la sangre me hervía y que cada centímetro cúbico de ella buscaba una forma de salir pera verterse sobre la alfombra que me parecía cada vez más lejana. Mi mente no podía entender, no podía siquiera dar la seña exacta para un grito de auxilio, sólo rogaba al dios de mis padres que se hiciera presente y me liberara. De pronto y ya al extremo de la resistencia física, sentí un estruendo y un único golpe que me embriagó hasta el éxtasis en el dolor más profundo. Oscuridad total hasta que sentí el brillante sol del mediodía entrando en mis húmedas pupilas e hiriendo el iris y mordiendo las lágrimas que los rodeaban. Abrí vacilante mis ojos y me vi acostado en esa gran piedra plana y caliente, la sangre de mis extremidades amarradas por tiras de cuero a ese sitial corría por sus costados. Entre el sol y yo, un hombre gigantesco, con una máscara que simulaba un chacal o un perro salvaje color negro cantaba rituales y blandía un gran puñal dorado. Los gritos de una multitud invisible venían desde la profundidad, desde abajo, desde todas partes.

Cerré nuevamente los ojos con fuerza, casi como por instinto, para volver, para entender, para despertar de aquella pesadilla.
No quería abrirlos, no podía abrirlos. Estaban demasiado hinchados para permitirme una completa visión de lo que allí ocurría. Sólo sé que estaba allí, sobre la piedra candente y que aquel hombre y su puñal efectivamente me buscaban, me miraban, me asediaban.
Sus impetraciones y vociferadas frases rituales comenzaron a cobrar sentido. No lograba entender cómo y porqué aquello me era familiar; los cánticos, el aroma, aquel lugar, aquel hombre tras la máscara…sí, era él, sin lugar a dudas era él.
El pánico se apoderó de mí, todo mi ser ya intuía, ya sabía de forma ancestral lo que allí estaba a punto de suceder.

En mi mente conjeturé que mi departamento en el pleno corazón de Madrid seguía inundado por esa luz pálida y sin vida, y ya no pude escuchar la lluvia urbana opacada por esos tones de tambores tribales que perforaban mis oídos con su monótono retumbar. Mi oído era el único sentido que me mantenía unido a esos mundos. Ni pensar en abrir los ojos o tratar de alargar mis brazos al terror que estaba allí, que inundaba y cubría todo mi ser. Una palabra desconocida retumbó en mi mente. Una palabra que evocaba, ¡Henutmira! repetía mi mente, ¡Henutmira!

Como si el día cambiara abruptamente a la noche, aquel sol brillante comenzó a palidecer y a medida que ellas comenzaron a rodearme, la luz se fue extinguiendo mágicamente. Eran bellas jóvenes, de larga cabellera negra, una angulosa nariz adornaba su particular forma craneal y ojos negros parecían apuñalarme en cada mirada. Eran veintiocho doncellas vestidas con un simple atuendo blanco, sin un ápice de color sobre sus cuerpos salvo por una pequeña cruz de Anhk de piedra azul que cada una llevaba entre sus manos, cada gema no era más grande que un puño y brillaban como una estrella fugaz en noche sin luna. Entró la última de las mujeres, vestida en forma idéntica, sólo que en sus manos, en vez de la cruz de piedra azul, llevaba un corazón. Por su forma y tamaño intuí que era humano.
Era la sacerdotisa del templo de las vírgenes, que a través de este ritual me ofrecía el alma de cualquiera de sus doncellas de azul turquesa. Era la señal para que yo, un simple soldado del reino, elegido por el dios de los cauteladores de Ra,  pudiera demostrar mi virilidad y de esa forma convertirme en un guerrero de la guardia de Horus. Yo tenía que recibir aquel corazón, mascar de él un trozo y con la sangre en mi boca besar y poseer a aquella virgen elegida. Pero no lo hice. Mi corazón amaba a quién no debía y estar entre estas vírgenes no me impediría poseerla aquella misma noche, tal y como lo habíamos planeado cien veces. Era esa noche, la noche de luna llena, la noche de las veintiocho lunas.

Contuve la respiración cuanto pude, desee volver al cálido y seguro reducto de mi alcoba, aquella que en tantas pesadillas me había acompañado - ninguna como esta - pero que sin duda albergaba un especie de ancla a la cordura, a aquello que hoy estaba a punto de perder por completo.
Mi mente no cejaba ¡Henutmira, Henutmira! La vida que hasta ahora conocía parecía desvanecerse ante mi voluntad, mi cuerpo comenzaba a mutar, mis extremidades parecían alargarse y fundirse en el confín del deseo. Del deseo más humano y vulgar, del deseo carnal y promiscuo. Quería tocarla, poseerla, inundar su cuerpo con mis fluidos y gritos ahogados de ardiente pasión y desenfreno, con fuerza, irrumpir en ella, con sutil movimiento posarme en su vientre y descubrir el calor que su cuerpo juvenil destilaban a cada paso. Henutmira! Ese era su nombre, el nombre de la mujer que me había enloquecido y trastocado.

Como en un corte cinematográfico, ya no estaba con las 28 doncellas. Ahora la luna nos bañaba mientras corríamos a nuestro escondite. La hermosura de Henutmira, hija del Faraón Seti I era sublime. Todo lo que esta misma noche pensaba en aquella lejana habitación era real en este instante. Llegamos a nuestro escondite enclavado en un recodo del Nilo cubierto por matorrales. Nos abrazamos con pasión, mis caricias recorrieron su turgente cuerpo ya desnudo, Henutmira con movimientos cadenciosos de sus caderas me invitaba a la lujuria y el deseo, sus pequeños pezones eran dos duros y sabrosos montículos en mi boca, sus piernas me abrazaron fuerte y abrió para mí su sexo intocado. Sus leves quejidos al penetrar su pura y salvaguardada virginidad hicieron que mi erección llegara hasta el dolor.
…De pronto, pasmosamente lo comprendí todo. Mi erección de esta noche tenbía un sentido. Era la luna veintiocho de mis veintiocho años.
Rendido al placer y al calor del cuerpo de mi amada dormité unos segundos. El latir de su corazón acompasaba como cántico de cuna mi sueño, mis esperanzas y el anhelo de que aquello perdurara una eternidad. Antes de despuntar el alba huiríamos hacia la tierra de los coptos.
Un súbito y artero toque me obligó a abrir los ojos de golpe. Nuevamente, para mi estupor, yacía en la piedra candente, una figura femenina, desnuda,  de largas piernas y frondoso pubis se acercaban lentamente. En su mano traía una vasija de piedra. Con sutil ademán vertió en mi boca un líquido espeso, algo turbio y medianamente amargo. Era el elixir del yasoon. Una suerte de anís fuerte y orujo amargo pero que contenía algo que me recorrió por dentro y comenzó a manifestarse en cada una de las heridas vivas que tenía mi cuerpo.
Retornaron los gritos y los acompasados tambores. Aquel elíxir se apoderó de mi alma y abrió mi locura obligada. Mis ojos daban vuelta en su órbita desenfrenadamente, mi cuerpo se llenaba de estertores y mi estómago ardía con el fuego en mis vísceras.
Era el castigo a quien había cometido el peor de los errores en aquella ancestral planicie egipcia. Poseer a la hija predilecta del Faraón Seti y además, hermana de Ramsés. Sabía que después vendría Anubis, el Dios de la muerte con su máscara de perro,  sus bestias y su daga de oro a sacar mi corazón y darlo de comer a aguiluchos y ratas.

Hace cuatro mil años había logrado escapar, no sé cómo, pero el recuerdo de haber despegado mi cuerpo de esa piedra caliente, resbalado en mi propia sangre, esquivar la daga asesina que chocó con la piedra, resbalar de manos y brazos que trataban de capturarme, bajar cómo un celaje treinta y tres escalones del poliedro de los sacrificios, esquivar la lluvia de flechas zigzagueando como un loco, penetrar la verde y tupida vegetación orillera del Nilo y el río salvador, el nadar por mi vida. No sé más, había sobrevivido entonces.

Hoy, allí estaba yo. Tendido de cúbito dorsal sobre la alfombra de mi apartamento. La escasa luz que provenía de la ciudad dormida apenas iluminaba las siluetas de aquellas bestias de piel de lobo y grandes colmillos de marfil que aguzaban sus amarillos ojos en mí, mientras flanqueaban al Dios de la Muerte con su penacho feroz y tatuajes en el rostro. Él sonrió tétricamente mientras palabras olvidadas brotaban de su boca y retomaba el ritual abruptamente roto miles de años atrás por mi huida.
El brillo de la daga de oro de veinte centímetros centelleó ante mis ojos al levantarla sobre mi pecho. El golpe fue certero. La carne flaqueó fácilmente y el puñal se hundió en mi pecho hasta mi corazón. Dolor agobiante, dolor de muerte.
Era la noche de las veintiocho lunas de mis veintiocho años. Era el fin de mis insomnios. Era la liberación de mi alma de joven guerrero que cuatro mil años atrás, había cometido el error de enamorarme de quien nunca debía haberlo hecho.
Abrí los ojos con incredulidad, sólo veía un sin fin blanco, ya no había ruido, ni dolor. No había nada, ni los cánticos, ni el hedor, ni aquella embestida de adrenalina que me impulsaba a huir. Nada. Ni respiración alguna ni atisbos de un latido.
Aquella canción de cuna que alguien solía entonar las eternas noches de pesadilla comenzó a rondar mis recuerdos, una y otra vez. Mi cuerpo comenzó a temblar en forma sutil y progresiva, un sudor extraño mezcla de mújol y  manzanilla comenzó a fluir y como vertiente natural dio paso a un pequeño pero certero impulso.
Logré incorporarme de tal modo que pude levantar la mitad de mi cuerpo. Desde lo alto contemplé la escena. Ahí estaba yo, en medio de la sala de ese departamento, sobre la alfombra desnudo y cubierto con una sábana blanca con un gran manchón carmesí al centro. Ahí estaban para mi desquicio los ojos incrédulos y estupefactos de varios policías y uno que otro vecino curioso que aquella madrugada no quiso perderse el asesinato del extraño individuo del departamento 28
Yo era invisible a ellos. Mi piel aceitunada, un taparrabos y una maravillosa sensación de libertad.
Abrí mi mano y para mi propio asombro, una pequeña piedra de oro hizo latir mi corazón con fuerza y convicción. Todo había terminado. Era libre por fin.



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