lunes, 24 de septiembre de 2018

Funerandia


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Un cortejo fúnebre con un cajoncito blanco, signo inequívoco de que se había ido un angelito, era presagio de un mal día en aquel  sector en las cercanías al Cementerio General. Alberto detuvo su andar y bajó su cabeza en señal de respeto a aquel pequeño séquito de padres y familiares dolientes. Eran casi las diez de la mañana, hora en que debía abrir la Funeraria que había heredado de su padre.
Casi en la esquina con la Avenida La Paz vio a una apurada Raquel, maquilladora de la funeraria, también heredada, que venía en sentido contrario fumando quizás su segundo o tercer cigarrillo del día.

  • Buenos días Raquel, saludó Alberto a su colaboradora.
  • Hola Alberto, que mal se le ve por Dios, exclamó la mujer
  • Mmhh, nada que un buen café no solucione.
  • ¿Tienen las llaves o usamos las mías?, preguntó la vieja
  • Aquí están las mías, respondió Alberto mostrando el manojo.

La funeraria tenía dos cortinas metálicas con candados que al abrirlas dejaban al descubierto a la izquierda una puerta de doble hoja de madera con grandes vidrios y cortinas de velo hasta media altura y a la derecha una especie de vitrina también con un velo que permitía distinguir un ataúd de madera y el nombre de la funeraria escrito en letra rococó autoadhesiva color dorada.

La campanilla colgada en el dintel de la puerta de la Funeraria sonó al ser empujada por Alberto.
El frío exterior no difería mucho del de adentro. El hedor de la funeraria los recibió como todos los días. Una mezcla de aromas de flores añejas, de muertos y formol. Francamente horroroso, pero para Alberto y Raquel nada ajeno al ambiente en el que trabajaban desde hace ya mucho tiempo.

  • ¿Viste el cortejo del niño? Preguntó Raquel
  • Si, lo vi justo pasar por la avenida La Paz, respondió él
  • Será un mal día. Sentenció la vieja.
  • ¿Más malo que trabajar en esta porquería? no creo. Respondió Alberto.

Alberto nunca estudió y cuando su padre murió, él como hijo único se vio dueño de un negocio que francamente odiaba, pero que le permitiría mantener ciertos ingresos hasta que lograra venderlo. Ya habían pasado quince años y pese a varios esfuerzos, nunca tuvo ni siquiera una oferta por la Funeraria. El negocio lo conocía desde pequeño, acompañando con frecuencia a su padre viudo al negocio había aprendido a reconocer calidades y tipos de féretros, el manejo de las relaciones con los cementerios, a manejar la vieja carroza Ford a no más de 30 por hora sin parar en las luces rojas, a las formas de aprovecharse del dolor de los deudos para vender servicios innecesarios y lo que era más oscuro, ver la muerte como un negocio, no muy buen negocio eso sí. Alberto no sabía administrar la funeraria y todos los ingresos iban a parar a su siempre vacío bolsillo, con la salvedad del sueldo de Raquel y pequeños pagos a proveedores. La Funeraria era un negocio al debe.

La mañana transcurrió lenta, nadie entró, lo que permitió que Alberto terminara un pequeño inventario que tenía pendiente desde hace un par de semanas y a Raquel concentrarse el retocar el rostro de un anciano muerto el día anterior que sería retirado por una carroza de la competencia para un velorio de iglesia a las dos de la tarde.

Cerca de la hora en que esperaban la carroza que transportaría al viejo a una iglesia del barrio alto, la campanilla del dintel de la puerta sonó. Como era habitual, el frío exterior no difería mucho del de adentro. Varios féretros y crucifijos dieron la bienvenida a dos personajes sombríos. Un aroma rancio y extraño parecía acompañarlos.

  • Buenas tardes, ¿en que los puedo ayudar?- preguntó Alberto, como buen anfitrión con su gastada chaqueta y anticuada corbata.
  • Buscamos un ataúd para un amigo…dijo uno de los hombres con la nariz chueca.
  • Muy querido, acotó el segundo personaje con una mueca similar a una sonrisa.
  • Oh, lo siento de veras…Usted sabe que la muerte es un paso por el que todos debemos pasar y…
  • ¡No hable bobadas! para usted cada muerte es dinero, le interrumpió el nariz chueca.
  • Jaja, y para nosotros también dijo el que había sonreído antes.
  • Cállate idiota, murmuró nariz a su compañero dándole un pisotón.
  • Perdón Manuel, dijo el sonriente ya sin la sonrisa en su boca.
  • Bueno, ¿que tiene para mostrarnos? Retomó el primero de los hombres dirigiéndose a Alberto.
  • Mi estimado señor, tenemos una gran variedad….dependerá de que tan cercano es el finado
  • Mhh, es más bien un compromiso respondió Manuel nariz chueca.
  • Bueno en ese caso…. El dependiente hizo una observación periférica a los ataúdes y se acercó a uno de latón pintado de negro. ¿Cómo murió su amigo?
  • No entiendo, replicó el llamado Manuel…un muerto es un muerto.
  • Es que hay cadáveres que requieren de un cajón sellado, otros abiertos, sólo rostro, medio cuerpo, cuerpo entero…madera, metal, ehhh, también el presupuesto varía…mientras decía todo esto abrió la tapa del cajón negro y con su mano derecha marcó sobre éste con un gesto cada opción detallada.
  • Creo que sellado será mejor, acotó el sonriente.
  • Cómo ustedes prefieran dijo Andrés haciendo un gesto de sumisión con ambas manos. ¿Será necesario preparar el cuerpo?
  • ¿Qué? Respondió intrigado Manuel nariz chueca.
  • Si es necesario maquillar al finado, recomponerlo, ehh…¿arreglar alguna herida o cicatriz?
  • Si, eeehhh, bueno, lo justo y necesario, respondió Manuel nariz chueca.

En ese momento, corriendo unas cortinas moradas de felpa que separaban la sala del  fondo de la funeraria, entró a la estancia una mujer vieja, con mucho colorete y un labial mal delineado. La descorrida  cortina dejó ver una gran cantidad de urnas apiladas en la trastienda. Una de ellas estaba abierta y en su interior reposaba el cadáver de un anciano.
      
  • Ohh, justamente ella es Raquel, nuestra maquilladora. Su especialidad son los….
  • Ya le entiendo dijo Manuel nariz chueca. ¿Su trabajo encarece el servicio?
  • Bueno, algo, pero es muy poco, en realidad casi nada, pero es tanto mejor para los deudos.

La mujer, prendió un largo cigarrillo y botando el humo por la boca, mirándolos sobre unos pequeños anteojos montados en su nariz aguileña, preguntó.

  • ¿Accidente?
  • Si, accidente respondió el hombre.
  • ¿Hombre o mujer?
  • Eh hombre, de unos cincuenta años replicó el sonriente ante la adusta mirada de Nariz.
  • ¿Heridas en el rostro?
  • No, ninguna, se adelantó a contestar Manuel nariz chueca. ¡No le dije que era un accidente! Respondió impaciente
  • Por eso la pregunta señor….¿Entonces? Preguntó Alberto
  • Necesito contratar sus servicios.- dijo secamente Manuel nariz chueca, mientras sus manos enguantadas se posaban calmadamente sobre el cajón más caro que había en la tienda. Uno de madera de cerezos y manillas de plata que estaba al centro de la vitrina principal.
  • Muy bien - El aroma de la atmósfera estaba pesado, eran tantos los efluvios propios de Avenida la Paz y del Cementerio, que no prestó más atención. ¿Tiene consigo el certificado de defunción?
  • No, pero lo tendrá pronto.- Ambos individuos se acercaron más al mostrador. Manuel nariz chueca se sentó en un pequeño taburete.
  • ¿Cuál es el nombre?
  • ¿De quién?
  • …ehh, del occiso por cierto…respondió un desconfiado Alberto.
  • Permítame no decirlo por ahora – respondió Manuel rascándose su nariz chueca.
  • Muy bien ¿cuándo fue el deceso?
  • Oiga, no alargue más esto. ¡Usted deme un precio!. El certificado, el nombre y el muerto llegarán a sus manos cuando corresponda.
  • Perdón señor pero debo preguntarle ¿el cuerpo está cerca de acá?, insistió Alberto. Es por el traslado de la carroza.
  • Muy cerca, muy cerca, dijo Manuel nariz chueca incorporándose y esbozando una mueca que dejó al descubierto sus dientes amarillos.

El gesto del cliente al pararse de aquel taburete dejó ver la cacha de un arma semiautomática en el cinturón del hombre. Andrés, que tenía ya algunas sospechas de la actitud de ambos hombres lo tuvo todo claro en un santiamén. Su estómago se encogió.

Deme un par de minutos por favor se excusó Andrés y se dirigió a la trastienda. Tomó el teléfono que estaba en su pequeño privado y discó un número que ya sabía de memoria.

  • Aló, soy Alberto Sepúlveda.
  • Qué bien, estaba esperando tu llamado.
  • Por favor, termina con esto, sabes que te voy a pagar.
  • Ya han pasado más de cinco meses y no pagas tus deudas de juego querido Alberto.
  • Pero por favor, lo único que faltaba era que mandaras a tus matones a hacerme una broma macabra…
  • ¿Tienes los 5 millones ahora?
  • No, pero…
  • Entonces no es broma Sepúlveda.
  • Por favor, no he tenido el dinero…
  • ¿Ah si? ¿y cuánto te gastaste anoche en ese burdel de mala muerte con tu putita y tu whisky caro cabrón?, ¿cuánto te costó el televisor de 50 pulgadas que hay en tu departamento?, ¿quieres que siga?
  • No por favor, tú sabes que los negocios no han estado buenos.
  • Y mi paciencia tampoco funerario de pacotilla!...¿crees que te voy a mantener eternamente?
  • Por favor, diles que se vayan…- rogó en un  gimoteo Alberto.
  • Mmmhhh…. okay, pero tu último plazo será el lunes, ¿te queda claro?
  • Si, pero diles por favor. En cualquier minuto esos locos me matarán.
  • Tranquilo, tu preocúpate de tener los cinco millones el lunes, ni un día más.

La comunicación se cortó. Alberto tenía sus manos transpiradas. No sabía si volver o no a la tienda. El corazón le latía y retumbaba en su pecho. Sentía un ahogo mortal. Porqué no había pedido más tiempo ¿de adonde sacaría esa fortuna en cuatro días?. Lentamente se dirigió al mostrador. Aún estaban allí Manuel Nariz y el Sonriente. Le miraban a los ojos cómo adivinando su presentimiento. Un celular sonó. Nariz sin dejar de mirar a Andrés introdujo su mano en el bolsillo, sacó su teléfono y contestó.

  • Sip…eh correcto…..entendido….bien jefe. Cortó la comunicación. El ceño mostraba su desencanto. El sonriente lo miraba sin entender.
  • Sepúlveda, llama a la mujer, a Raquel…ahora! Gritó Manuel nariz chueca enfurecido.
  • Si, si….ehh ¡Raquel! Gritó Alberto.

La mujer, con otro cigarrillo en sus labios se asomó, esta vez con un pequeño pincel en sus manos y una base de maquillaje en la otra. Arrugando su nariz por el humo miró ceñuda al cliente.

  • Hoy no necesitaremos tus servicios mujer, pero quiero que sepas que este lunes tendrás todo un trabajo de recomposición de rostro, le dijo Manuel nariz chueca sin quitar la vista de Andrés.
  • Muy bien- respondió la vieja sin sospechar nada-, es mi especialidad. Pero si hay cortes o heridas profundas es más trabajo, más maquillaje, más cera…más caro, me entiende.
  • Perfectamente, no te preocupes, nosotros sabemos pagar el talento.
  • ¿Y por qué esperar hasta el lunes?, ¿no estaba muerto su amigo?
  • No podemos antes. Es que será…perdón, fue un serio, un traumático deceso, un doloroso deceso….dijo Manuel nariz chueca sin dejar de mirar a un muy asustado Alberto.
     
La mujer dio un respingo y ya no quiso preguntar nada más. Casi como una sombra volvió a su tenebrosa tarea con el muerto de la trastienda. Ya faltaba muy poco para que lo vinieran a buscar.
Alberto estaba petrificado, no hablaba, sólo miraba a ambos hombres.

  • ¿Y por qué hay que esperar hasta el lunes? Preguntó el sonriente con cara de bobo.
  • Cierra el pico idiota, ordenó Manuel nariz chueca y tomándolo del brazo dio la media vuelta.

La campanilla de la puerta sonó más fuerte esta vez. Alberto con la vista nublada sudaba en exceso cuando ambos sicarios abandonaron la funeraria y se perdieron por la calle rumbo a la Vega central. Recordó el cortejo del cajoncito blanco.



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