Un cortejo fúnebre con un cajoncito blanco, signo inequívoco de que se había ido un angelito, era presagio de un mal día en aquel sector en las cercanías al Cementerio General. Alberto detuvo su andar y bajó su cabeza en señal de respeto a aquel pequeño séquito de padres y familiares dolientes. Eran casi las diez de la mañana, hora en que debía abrir la Funeraria que había heredado de su padre.
Casi
en la esquina con la Avenida La Paz vio a una apurada Raquel, maquilladora de
la funeraria, también heredada, que venía en sentido contrario fumando quizás
su segundo o tercer cigarrillo del día.
- Buenos
días Raquel, saludó Alberto a su colaboradora.
- Hola
Alberto, que mal se le ve por Dios, exclamó la mujer
- Mmhh,
nada que un buen café no solucione.
- ¿Tienen
las llaves o usamos las mías?, preguntó la vieja
- Aquí
están las mías, respondió Alberto mostrando el manojo.
La
funeraria tenía dos cortinas metálicas con candados que al abrirlas dejaban al
descubierto a la izquierda una puerta de doble hoja de madera con grandes
vidrios y cortinas de velo hasta media altura y a la derecha una especie de
vitrina también con un velo que permitía distinguir un ataúd de madera y el
nombre de la funeraria escrito en letra rococó autoadhesiva color dorada.
La
campanilla colgada en el dintel de la puerta de la Funeraria sonó al ser
empujada por Alberto.
El
frío exterior no difería mucho del de adentro. El hedor de la funeraria los
recibió como todos los días. Una mezcla de aromas de flores añejas, de muertos
y formol. Francamente horroroso, pero para Alberto y Raquel nada ajeno al
ambiente en el que trabajaban desde hace ya mucho tiempo.
- ¿Viste el
cortejo del niño? Preguntó Raquel
- Si, lo vi
justo pasar por la avenida La Paz, respondió él
- Será un
mal día. Sentenció la vieja.
- ¿Más malo
que trabajar en esta porquería? no creo. Respondió Alberto.
Alberto
nunca estudió y cuando su padre murió, él como hijo único se vio dueño de un
negocio que francamente odiaba, pero que le permitiría mantener ciertos
ingresos hasta que lograra venderlo. Ya habían pasado quince años y pese a
varios esfuerzos, nunca tuvo ni siquiera una oferta por la Funeraria. El
negocio lo conocía desde pequeño, acompañando con frecuencia a su padre viudo
al negocio había aprendido a reconocer calidades y tipos de féretros, el manejo
de las relaciones con los cementerios, a manejar la vieja carroza Ford a no más
de 30 por hora sin parar en las luces rojas, a las formas de aprovecharse del
dolor de los deudos para vender servicios innecesarios y lo que era más oscuro,
ver la muerte como un negocio, no muy buen negocio eso sí. Alberto no sabía
administrar la funeraria y todos los ingresos iban a parar a su siempre vacío bolsillo,
con la salvedad del sueldo de Raquel y pequeños pagos a proveedores. La
Funeraria era un negocio al debe.
La
mañana transcurrió lenta, nadie entró, lo que permitió que Alberto terminara un
pequeño inventario que tenía pendiente desde hace un par de semanas y a Raquel
concentrarse el retocar el rostro de un anciano muerto el día anterior que
sería retirado por una carroza de la competencia para un velorio de iglesia a
las dos de la tarde.
Cerca
de la hora en que esperaban la carroza que transportaría al viejo a una iglesia
del barrio alto, la campanilla del dintel de la puerta sonó. Como era habitual,
el frío exterior no difería mucho del de adentro. Varios féretros y crucifijos
dieron la bienvenida a dos personajes sombríos. Un aroma rancio y extraño parecía
acompañarlos.
- Buenas
tardes, ¿en que los puedo ayudar?- preguntó Alberto, como buen anfitrión con
su gastada chaqueta y anticuada corbata.
- Buscamos
un ataúd para un amigo…dijo uno de los hombres con la nariz chueca.
- Muy
querido, acotó el segundo personaje con una mueca similar a una sonrisa.
- Oh,
lo siento de veras…Usted sabe que la muerte es un paso por el que todos
debemos pasar y…
- ¡No
hable bobadas! para usted cada muerte es dinero, le interrumpió el nariz
chueca.
- Jaja,
y para nosotros también dijo el que había sonreído antes.
- Cállate
idiota, murmuró nariz a su compañero dándole un pisotón.
- Perdón
Manuel, dijo el sonriente ya sin la sonrisa en su boca.
- Bueno,
¿que tiene para mostrarnos? Retomó el primero de los hombres dirigiéndose
a Alberto.
- Mi
estimado señor, tenemos una gran variedad….dependerá de que tan cercano es
el finado
- Mhh,
es más bien un compromiso respondió Manuel nariz chueca.
- Bueno
en ese caso…. El dependiente hizo una observación periférica a los ataúdes
y se acercó a uno de latón pintado de negro. ¿Cómo murió su amigo?
- No
entiendo, replicó el llamado Manuel…un muerto es un muerto.
- Es
que hay cadáveres que requieren de un cajón sellado, otros abiertos, sólo
rostro, medio cuerpo, cuerpo entero…madera, metal, ehhh, también el
presupuesto varía…mientras decía todo esto abrió la tapa del cajón negro y
con su mano derecha marcó sobre éste con un gesto cada opción detallada.
- Creo
que sellado será mejor, acotó el sonriente.
- Cómo
ustedes prefieran dijo Andrés haciendo un gesto de sumisión con ambas
manos. ¿Será necesario preparar el cuerpo?
- ¿Qué?
Respondió intrigado Manuel nariz chueca.
- Si
es necesario maquillar al finado, recomponerlo, ehh…¿arreglar alguna
herida o cicatriz?
- Si,
eeehhh, bueno, lo justo y necesario, respondió Manuel nariz chueca.
En
ese momento, corriendo unas cortinas moradas de felpa que separaban la sala del
fondo de la funeraria, entró a la
estancia una mujer vieja, con mucho colorete y un labial mal delineado. La
descorrida cortina dejó ver una gran
cantidad de urnas apiladas en la trastienda. Una de ellas estaba abierta y en
su interior reposaba el cadáver de un anciano.
- Ohh,
justamente ella es Raquel, nuestra maquilladora. Su especialidad son los….
- Ya le entiendo
dijo Manuel nariz chueca. ¿Su trabajo encarece el servicio?
- Bueno,
algo, pero es muy poco, en realidad casi nada, pero es tanto mejor para
los deudos.
La
mujer, prendió un largo cigarrillo y botando el humo por la boca, mirándolos
sobre unos pequeños anteojos montados en su nariz aguileña, preguntó.
- ¿Accidente?
- Si,
accidente respondió el hombre.
- ¿Hombre o
mujer?
- Eh
hombre, de unos cincuenta años replicó el sonriente ante la adusta mirada
de Nariz.
- ¿Heridas
en el rostro?
- No,
ninguna, se adelantó a contestar Manuel nariz chueca. ¡No le dije que era
un accidente! Respondió impaciente
- Por eso
la pregunta señor….¿Entonces? Preguntó Alberto
- Necesito
contratar sus servicios.- dijo secamente Manuel nariz chueca, mientras sus
manos enguantadas se posaban calmadamente sobre el cajón más caro que
había en la tienda. Uno de madera de cerezos y manillas de plata que
estaba al centro de la vitrina principal.
- Muy
bien - El aroma de la atmósfera estaba pesado, eran tantos los efluvios
propios de Avenida la Paz y del Cementerio, que no prestó más atención. ¿Tiene
consigo el certificado de defunción?
- No,
pero lo tendrá pronto.- Ambos individuos se acercaron más al mostrador. Manuel
nariz chueca se sentó en un pequeño taburete.
- ¿Cuál
es el nombre?
- ¿De
quién?
- …ehh,
del occiso por cierto…respondió un desconfiado Alberto.
- Permítame
no decirlo por ahora – respondió Manuel rascándose su nariz chueca.
- Muy
bien ¿cuándo fue el deceso?
- Oiga,
no alargue más esto. ¡Usted deme un precio!. El certificado, el nombre y
el muerto llegarán a sus manos cuando corresponda.
- Perdón
señor pero debo preguntarle ¿el cuerpo está cerca de acá?, insistió
Alberto. Es por el traslado de la carroza.
- Muy
cerca, muy cerca, dijo Manuel nariz chueca incorporándose y esbozando una
mueca que dejó al descubierto sus dientes amarillos.
El
gesto del cliente al pararse de aquel taburete dejó ver la cacha de un arma
semiautomática en el cinturón del hombre. Andrés, que tenía ya algunas
sospechas de la actitud de ambos hombres lo tuvo todo claro en un santiamén. Su
estómago se encogió.
Deme
un par de minutos por favor se excusó Andrés y se dirigió a la trastienda. Tomó
el teléfono que estaba en su pequeño privado y discó un número que ya sabía de
memoria.
- Aló,
soy Alberto Sepúlveda.
- Qué
bien, estaba esperando tu llamado.
- Por
favor, termina con esto, sabes que te voy a pagar.
- Ya
han pasado más de cinco meses y no pagas tus deudas de juego querido Alberto.
- Pero
por favor, lo único que faltaba era que mandaras a tus matones a hacerme
una broma macabra…
- ¿Tienes
los 5 millones ahora?
- No,
pero…
- Entonces
no es broma Sepúlveda.
- Por
favor, no he tenido el dinero…
- ¿Ah
si? ¿y cuánto te gastaste anoche en ese burdel de mala muerte con tu
putita y tu whisky caro cabrón?, ¿cuánto te costó el televisor de 50
pulgadas que hay en tu departamento?, ¿quieres que siga?
- No
por favor, tú sabes que los negocios no han estado buenos.
- Y
mi paciencia tampoco funerario de pacotilla!...¿crees que te voy a
mantener eternamente?
- Por
favor, diles que se vayan…- rogó en un
gimoteo Alberto.
- Mmmhhh….
okay, pero tu último plazo será el lunes, ¿te queda claro?
- Si,
pero diles por favor. En cualquier minuto esos locos me matarán.
- Tranquilo,
tu preocúpate de tener los cinco millones el lunes, ni un día más.
La
comunicación se cortó. Alberto tenía sus manos transpiradas. No sabía si volver
o no a la tienda. El corazón le latía y retumbaba en su pecho. Sentía un ahogo
mortal. Porqué no había pedido más tiempo ¿de adonde sacaría esa fortuna en
cuatro días?. Lentamente se dirigió al mostrador. Aún estaban allí Manuel Nariz
y el Sonriente. Le miraban a los ojos cómo adivinando su presentimiento. Un
celular sonó. Nariz sin dejar de mirar a Andrés introdujo su mano en el
bolsillo, sacó su teléfono y contestó.
- Sip…eh correcto…..entendido….bien
jefe. Cortó la comunicación. El ceño mostraba su desencanto. El sonriente
lo miraba sin entender.
- Sepúlveda,
llama a la mujer, a Raquel…ahora! Gritó Manuel nariz chueca enfurecido.
- Si,
si….ehh ¡Raquel! Gritó Alberto.
La
mujer, con otro cigarrillo en sus labios se asomó, esta vez con un pequeño
pincel en sus manos y una base de maquillaje en la otra. Arrugando su nariz por
el humo miró ceñuda al cliente.
- Hoy
no necesitaremos tus servicios mujer, pero quiero que sepas que este lunes
tendrás todo un trabajo de recomposición de rostro, le dijo Manuel nariz
chueca sin quitar la vista de Andrés.
- Muy
bien- respondió la vieja sin sospechar nada-, es mi especialidad. Pero si
hay cortes o heridas profundas es más trabajo, más maquillaje, más
cera…más caro, me entiende.
- Perfectamente,
no te preocupes, nosotros sabemos pagar el talento.
- ¿Y
por qué esperar hasta el lunes?, ¿no estaba muerto su amigo?
- No
podemos antes. Es que será…perdón, fue un serio, un traumático deceso, un
doloroso deceso….dijo Manuel nariz chueca sin dejar de mirar a un muy
asustado Alberto.
La
mujer dio un respingo y ya no quiso preguntar nada más. Casi como una sombra
volvió a su tenebrosa tarea con el muerto de la trastienda. Ya faltaba muy poco
para que lo vinieran a buscar.
Alberto
estaba petrificado, no hablaba, sólo miraba a ambos hombres.
- ¿Y
por qué hay que esperar hasta el lunes? Preguntó el sonriente con cara de
bobo.
- Cierra
el pico idiota, ordenó Manuel nariz chueca y tomándolo del brazo dio la
media vuelta.
La
campanilla de la puerta sonó más fuerte esta vez. Alberto con la vista nublada
sudaba en exceso cuando ambos sicarios abandonaron la funeraria y se perdieron
por la calle rumbo a la Vega central. Recordó el cortejo del cajoncito blanco.
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