lunes, 18 de octubre de 2010

"Trafalgar Square"


Frente a mi, asomó intempestivamente ese eje de curioso que conforma Trafalgar Square, con el gran neón aurirojo de Sanyo enfrentando sin temor a su antagonista luminoso verde de las tres letras. TDK y al centro, la enorme columna gris erigida en homenaje al Almirante Nelson.

A un costado la National Gallery, colosal jaula de mármol blanco que acuna obras de deleitable belleza y otras de mañosa reputación.
En los cuatro costados del obelisco, cuatro extraordinarios leones de bronce vigilan acechantes.
En el centro, esa extraña y gigante plazoleta media triangular con una gran fuente de agua que entiendo es el testimonio de la batalla naval –una más- ganada por los británicos a los españoles y franceses en algún lugar del atlántico español, la que le da su nombre al lugar y que muy poca gente pisa, por temor a ser arrollado por la frenética carrera circular de esos tradicionales omnibuses de dos pisos, rojos cómo las casetas telefónicas más cómodas de este enorme planeta, (pese a que después me enteré, habían pasos subterráneos para gente cómo yo).
La jauría de almas que suben, bajan, corren, deambulan, se sientan, aman y lloran cerraba aquel surrealista cuadro de mi primer encuentro con esa ciudad que mezcla de manera magistral el arte, la música, la flema, lo kich y lo podrido.
“Juntémonos en Trafalgar Square” fue el acuerdo. En que minuto le dije que sí, sin inquirir en más detalles. Era imposible hallar allí a alguien conocido, ¿entonces, qué esperanza tenía yo de dar en ese caótico lugar, con mi anfitriona de turno a quién nunca antes había visto?
Sólo tenía un recuerdo de su rostro de su única foto publicada en el Facebook. Rubia, pelo liso – por cierto, todas las inglesas tienen el pelo liso y rubio – de ojos pequeños del color de la pantalla – o sea, nada especial ni memorable – y unos labios finos y bien delineados. O sea, cómo diría una tía, un rostro armónico.

Hay que ser muy pelotudo para no inquirir más detalles de dónde en Trafalgar Square sería nuestro encuentro. No cuatro, ni cinco. ¡Seis esquinas tiene ese punto neurálgico tan chic y tan recurrente por aquellos osados viajeros del mundo!
Bueno, en todo caso tenía ya el plano de los buses tragagentes en mi bolsillo y no me sería difícil desandar mis pasos hasta el comercial sector de Northbridge, a pasos del famoso río Támesis, dónde estaba mi pensión estudiantil. Pero, fallar en mi primera cita internacional coordinada magistralmente por mis dedos y mi inglés de colegio?. No señor, por ningún motivo.
Usé mi cabeza y pensé en las alternativas. Deducción lógica. Casi nadie transita junto al colosal monumento a Nelson, es muy probable que estando yo allí con cara de bobo perdido o de intelectual observante de la escultura de granito, podría ser divisado, reconocido y salvado por mi amiga de Internet.
Con la pericia que sólo un sudamericano irrespetuoso y poco dado a las normas civiles que enaltecen tanto a los europeos, esquivé buses y taxis, autos y muchas motonetas hasta alcanzar la vereda gris de ese pentágono de césped bien cuidado.
Ya, allí estaba. Miré mi reloj aun jadeando del esfuerzo recién hecho. Marcaba cinco minutos para las once, hora convenida, acordada, reconfirmada y señera en mi agenda de viaje.
Escarbé el bolsillo de mi casaca de marca, especialmente comprada para el periplo y saqué mi cajetilla de Luckies algo manoseada y trasnochada por el viaje. Ese sería mi primer cigarrillo del día, o sea, en dos segundos daría la primera bocanada de humo azul en el corazón de la ciudad de Los Beatles…daría…¡Horror!, se me habían acabado los cigarrillos la noche anterior fumando con mi hermana en el puentecito del aeropuerto antes de embarcarme y no había reparado en ello hasta ese instante. Noooo. Un cigarrillo en los labios me daría un toque diferente y ciertamente más intelectual frente a Betsy, además, tendría qué hacer con mis manos sin tener que meterlas en mis bolsillos cómo lo hacen los giles que se paran en Trafalgar Square mirando para todas partes.
Saqué mi celular del bolsillo, el que no usaría ni amarrado en esa ciudad dónde lo único gratis era el aire, pero lo puse en mi oído e hice cómo si hablara. Reí, contradije y hasta insulté e mi inexistente interlocutor. Mientras hacía este magistral engaño a todos quienes desde las aceras adyacentes me miraban sin importancia di una mirada a la redonda con dos metas impuestas en mi mente. La primera, ver si reconocía a la chica del Facebook, la otra, ver dónde mierda podría comprar unos Marlboro para saciar mi sed de tabaco.
De lo primero ni hablar.
Turbantes de variados colores adornaban cabezas que se movían en diversos extremos de aquel lugar, hombres con saco negro, pantalón gris y maletín que hablaban realmente a través de sus celulares, mujeres con túnicas y trajes insólitos con aros en diversas partes de sus rostros y quizás más, indios de pieles aceitunadas, dientes muy blancos y bigote fino, viejos de paso cancino paseando perros que no eran más grandes que un gato romano común, mujeres hermosas con vestidos y blusas provenientes sin duda de Harrod´s… pero de mi british pelolais ni asomo.
Un minuto para las once.

Un kiosco gigante en la esquina opuesta al museo declaraba su interior de cajetillas con una pequeña marquesina que destacaba aquel camello tan chambón que sostiene un cigarrillo en sus camélidos labios.

Con mi destreza de años esquivando las amarillas de mi Santiago natal, deshice mi andar de cinco minutos atrás, no sin antes volver a mi bolsillo mi celular salvador.
Me costó un poco más, ya que cuándo acá el semáforo se iluminaba de rojo, la verde enardecía los motos de la otra esquina y se demoraban dos milisegundos en cruzar frente a mí.
Por fín subí la acera de aquella esquina del camello.
Me acerqué al frontis donde miles de revistas y periódicos de los más variados temas y latitudes inundaban aún más de color aquel anaquel londinense. Con el mejor de mi acento le dije al turco de turbante verde que me miraba sonriente – quizás esperando que mi compra superase los cincuenta euros – Hello, could you please give me one Marlboro gold?. Por la cara del tipo me quedó claro que si en mi frase no hubiese estado la palabra Marlboro, nunca habría entendido si quería un mapa rutero o un helado de palito.
Seis euros por veinte cigarrillos!...Londres
Abrí apresuradamente el paquete y me preocupé de botar el celofán y el papel aluminio en un basurero muy fosforescente junto al kiosco del turco.
La primera bocanada me dio el ánimo que se me estaba esfumando junto al prócer inglés que dominaba aquella plaza, el almirante Nelson.

Miré hacia el triángulo de pasto al otro lado y la vi.
Allí estaba Betsy alargando su cuello hacia el Terminal de buses que yo había dejado hace tan sólo veinte minutos. Era preciosa, pese a la distancia de varios metros que me separaban de ella pude ver su rostro casi de porcelana, el extraordinario brillo de su blonda cabellera bajo el poco abundante sol de la mañana, dos margaritas iluminaban su rostro y una estatura considerable marcaba un hermoso cuerpo en sus jeans ajustados. Era un ángel!!
Aquí, aquí, le dije mentalmente levantando mis manos ante la impotencia de ese insoportable tráfico que a cada minuto repletaba más el hormigón de las vías.
Betsy!!, soy yo, el Faceboy latino (ella me había puesto este alias después de varios chateos en la red). Nada, sólo empinaba sus tacos para mirar hacia el otro lado.
Me hice de valor y crucé corriendo la calle menor. El zumbido del potente motor de un Maseratti acero – que en otras circunstancias habría cautivado mi atención – vibró a mi espalda. La acera que me hospedaba ahora era menos ancha que la anterior, pero la calle que me separaba de mi Facegirl aún era de tres carriles, y en una de ellas, sólo transitaban los rojos bípisos repletos de humanidad y latidos.
Mantuve mi vista en ella, a cada paso mío, más hermosa era, ya la amaba, ya la deseaba, ya…un bocinazo grave me sacó de mis pensamientos mientras miraba el semáforo cuya luz verde impugnaba cualquier opción al cambio.
De pronto ella giró hacia dónde yo estaba. Ya, ahora si me vería. Exhalé y con todo el aire en mis pulmones y mis brazos al aire grité su nombre. Seis o siete buses rojos en una especie de convoy acallaron no sólo mi grito, sino también ocultaron mis largos y anhelantes brazos.
Cuándo el último de los buses terminó de pasar, la luz cambió a verde para mí.

Eureka, por fin.
La estatua de uno de los leones me tapaba la visión de Betsy. Sería mejor, la sorprendería de veras. Corrí por atrás y di la vuelta junto a la mole de granito, gritando su nombre con mis extremidades superiores dispuestas a darle un gran abrazo intercontinental.
Grande fue mi sorpresa al verla en forma simultánea abrazar a un tipo que no era yo, ni se parecía, es más, era casi cómo Beckham. Se besaron casi frente a mi rostro perplejo y se dijeron palabras que entendí eran de profundo amor. ¿Betsy? Susurré, pero ella no me miró. Abrazados se dirigieron al semáforo de mi tormento, sin apuro, sin correr.

Quedé sólo nuevamente junto a la majestuosa obra que personifica a Nelson (¿estará él en Facebook?). Eran más de las once quince de aquella mañana y yo allí, sólo veía cómo esa feliz pareja se alejaba de mí. Los seguí con la vista hasta que cruzaron frente al letrero de Camel.
Su recorrido pausado y armonioso fue de pronto interrumpido por dos brazos que saltaban y se agitaban desde la misma esquina del camello, del turco, de las revistas.
Un rostro armónico me miraba sonriente y gesticulaba claramente la palabra Faceboy! Faceboy!

Esta vez atiné, y usé el anteriormente invisible corredor subterráneo en busca del abrazo con mi Facegirl.

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