miércoles, 26 de junio de 2013

La ofrenda

Caminar con garbo y sutileza era intrínseco a su género. Si bien era el felino de menor tamaño en la tierra, su adn era el mismo de sus parientes lejanos que tanto temor nos inspiraban desde niños.
Mirándolo, recordé aquella película en la que dos leones de gigantescas proporciones -Sombra y Oscuridad- asolaron durante meses un campamento de obreros de una colonia inglesa el siglo antepasado en la sabana africana. Estos felinos gigantes se alimentaban de carne humana fresca. Cada noche, con sigilo e inteligencia, penetraban al campamento y con sus enormes fauces atenazaban un tobillo y corrían con la víctima viva arrastrándola selva adentro, pese a los desesperados gritos y disparos de pánico de los demás. Ambos leones se comían viva a su presa.
Los movimientos del gato eran los mismos, la vista clavada en su presa, un zorzal que gorjeaba sin advertir nada. Yo podría haberlo espantado, más mi sadismo interior quería ver aquella cacería.
El gato se movió con una lentitud pasmosa, sin dejar de mirar a su presa en ningún momento. Daba pasos con movimientos lentos, suaves y seguros; sus bigotes estaban erizados y brillaban con algún reflejo; el pelaje de su espinazo era un cepillo de cerdas muy tiesas; sus ojos delataban pupilas en extremo dilatadas y estaban casi fuera de su órbita; tanteaba en extremo cada paso; el silencio se tornó pesado. El gato se detuvo. El zorzal también. Abrí más mis ojos proponiéndome no pestañear para no perder detalle de lo que venía, ardieron y lagrimaron por un instante.
El salto fue fenomenal, garras y colmillos al unísono dieron un abrazo mortal al pájaro. El corte del pescuezo fue certero y de extrema rapidez. El cuerpo del ave, sin cabeza aleteó y ese movimiento provocó que la poca sangre que tenía aquel pequeño cuerpo saliera disparada por su pescuezo descabezado manchando el blanco pelaje del macho gato.
El felino asesino empezó entonces a maullar y gemir con un sonido gutural, proveniente de sus entrañas, casi parecía de inframundo. La cabeza del zorzal estaba allí, a los pies del gato, con un par de gotas de sangre, inmóvil, muerta. El pecho del felino mostraba una mancha roja, tibia y sin duda odorífera.
Desde el otro extremo, apareció otro gato, de pelaje romano y algo más menudo que el  cazador. Era una hembra. Tímida u observante, en todo caso, alerta y decidida se acercó al lugar mientras su pretendiente seguía mirándola con ese maullido ronco y espeluznante junto a la cabeza muerta.
La gata oliscó la sangre del pecho blanco del macho y acto seguido, sin dar pie a nada lo atacó con sus garras desenfundadas. El macho reaccionó y ambos felinos se enredaron con movimientos vertiginosos en una horrible pelea pasando sobre el cuerpo y cabeza cercenada del zorzal. Parecía una guerra a muerte, se buscaban el cuello y los ojos con dentelladas y manotazos con sus garras infernales. Con un movimiento más ágil, el macho súbitamente quedó encima de la hembra, la que corrió su cola erizada sin dejar de llorar y abrir su hocico. La cópula no se dejó esperar. El gato la montó mientras la gata lanzó un gemido pavoroso, él le mordió la nuca, las orejas y le enterró sus garras. Los gemidos brotaron desde el fondo de los dos felinos.
La ofrenda había sido aceptada.


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