lunes, 22 de julio de 2013

Beso

Ella abrió su cartera y con destreza hurgó en su interior llegando a aquel pequeño necesaire blanco en menos de un segundo. Lo sacó y lo posó sobre el cierre entreabierto de aquella Prada de cuero de colores café oscuro y claro. Deslizó el cierre del estuche que en su tapa ostentaba un logo en relieve de una marca francesa. Un mundo entero de su propiedad y en la que ni yo, ni ningún hombre sabría desempeñarse, apareció ahí dentro.
Me miró y sonrió, sus blancos dientes en esa mueca casi infantil me encendieron aún más, pero ella enarcando una de sus cejas detuvo mi ansiedad. Yo lo sabía. Tenía que esperar.
Un pequeño tubito, cómo un dentífrico pero mínimo salió de aquel mini templo entre sus delgados dedos y uñas perfectamente pintadas de rojo.
El logo en el costado de aquel cilindrito era el mismo de los maravillosos y exquisitos dulces llamados Skittles y la promesa era que su sabor también. Yo lo sabía bien, y cuál mascota fiel esperando a su amo, yo esperaba mi frutosa recompesa.
Estiró su labio inferior y lo posó sobre sus dientes de abajo haciendo la clásica mueca con su mandíbula que hacen todas las mujeres al pintarse los labios. Abrió levemente su boca, lo que me embobó aún más. La punta de aquel brillo labial se posó en la carnosidad roja. Ella movió levemente mano y rostro en sentidos opuestos para que el brillo se esparciera por toda la superficie de su labio inferior. Sus labios se apegaron y desaparecieron en el traspaso del color de labio a labio. De inmediato, estiró el arco de Cupido de su labio superior y también deslizó en él aquella mágica poción que le haría brillar hasta las comisuras.
Luego, cómo riendo apretó sus labios e hizo el movimiento de recogerlos y estirarlos cómo haciendo pucheritos. Sus verdes ojos me miraban sabiendo lo que todo ese mini rito provocaba en mí. Yo sólo ambicionaba aquella boca en la mía. Con un poco de morbo o maldad, rió y me contuvo con un gesto de su mano. Volvió a guardar aquel brillo que expelía el aroma de caramelos de frutas artificiales y cerrando primero el necesaire blanco y después su cartera, que dejó a un lado, se incorporó, me miró y extendió sus brazos hacia mí.
La abracé de inmediato, y pese a que estaba tremendamente excitado, como habitualmente lo estaba tras aquel ritual, fui pausado, siempre lo era, ella lo disfrutaba. Era nuestro pacto, un pacto preciado, un pacto secreto, un pacto de dos amantes.
Mis brazos la envolvieron apretando su cintura con mis codos y antebrazos, mis grandes manos extendidas se posaron cubriendo casi totalmente su espalda, mi pelvis se pegó a la de ella, y ella apretó lo justo. Nuestros cuerpos se conocían de memoria y calzaban a la perfección. Siempre el beso era el rito más anhelado de nuestro amor, incluso, durante él.

El aroma a su labial me embriagaba, la humedad de sus labios era la justa cuando posé los míos en sus primeras protuberancias carnosas. Ambas bocas se deslizaron rozándose, sueltas, mezclando aquel brillo frutoso con saliva, mi lengua escudriñó el interior de su boca mientras ambos movíamos los labios cómo abriendo y cerrando la boca, nuestras lenguas bailaron en la tibieza de la intimidad más pura y salivamos aún más. Nuestras comisuras sintieron aquel chorreo tibio que más nos excitó. En un instante, que ambos sabíamos con certeza total cuando llegaba, mi lengua se endureció y ella la succionó con sus labios que aún tenía los últimos rastros frutosos. Mis manos ya estaban en sus nalgas, bajo el jeans escudriñando piel, sinuosidades y recovecos que sabía que pronto serían míos. Ella revolvió mi pelo y me enterró sus uñas en la espalda por debajo de la camisa. El placer carnal vibró en cada uno de nuestros músculos, más no dejamos de besarnos. Nunca
Hasta hoy, muchas noches sueño con aquellos besos que grabaron nuestros años de amor , de carne, saliva y tacto. Besos sueltos, intensos, tibios, profundos, besos “gualeteados” cómo los llamábamos fueron nuestro más preciado pacto de entrega. Así fue siempre

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