martes, 10 de julio de 2018

Deja vu


Resultado de imagen para foto padre hija

Tres billetes de cinco dólares, una tarjeta de crédito del First National Bank,  una tarjeta de descuento de JC Penney, una licencia de conducir del estado de Wisconsin, una vieja foto plastificada blanco y negro de un padre con una bebé en brazos, una tarjetita con el nombre y teléfono de Pam y un trébol de cuatro hojas seco entre dos papelillos para liar tabaco.
Los ojos del teniente Edward Fallon de la prefectura  de Policía habían escudriñado aquella billetera de cuero roja muy ajada buscando una nota. La foto por un instante le fue incómodamente familiar.
La occisa era Elle Mc Millan de 51 años, quien se había tirado al paso de un bus en la intersección de las IV y Lincoln Road esa mañana.  Fallon respiró profundo con aquella billetera en la mano y se dio ánimo para hacer la llamada telefónica que más detestaba desde que trabajaba en la policía metropolitana.

Pamela, hija de Elle, llegó a la comisaría cuatro horas después  a buscar las pertenencias. Los trámites previos que había hecho en la morgue y las declaraciones en la oficina oficial del Juzgado habían sido duros y penosos. El suicidio de su madre no era algo para lo que alguien pudiese estar preparado. Pan
[R1]  estaba desencajada y actuaba desde el dolor. Ante la vidriosa mirada de Fallon, Pan[R2]  abrió la vieja cartera de piel de ante de su madre y tomó aquella billetera roja con ternura. Pasó sus dedos por el cuero curtido y añoso  y llevándola a su nariz, la olió con los ojos cerrados. Luego, tras una suave pausa, sacó la foto plastificada y el trébol y los contempló por un instante con evidente nostalgia.

La tarde del mismo día del funeral de su madre,  Pam guardó en una caja de madera cada una de sus pertenencias y desocupó la antigua billetera roja. Como una especie de tributo decidió usarla y guardó cada uno de sus documentos. El trébol disecado que ella misma había regalado a su madre cuando era una niña permaneció en un compartimento. La foto blanco y negro de su abuelo con su madre pequeñita en brazos quedó en la caja con las tarjetas, ella sabía la historia y la coincidencia de aquella relación que ahora ya estaba cerrada con su madre también muerta por suicidio a la misma edad que su abuelo se había encajado un balazo en la boca.
El cuero bermellón de la billetera estaba ajado mostrando ya las cicatrices de una curtiembre añosa, pero pese a ello era muy bella y diferente.
Dos semanas después, volviendo de su trabajo en el downtown  Pam optó por coger el metro. Ensimismada en sus pensamientos no se percató que el cierre de su cartera estaba mal abrochado. La delgada mano tatuada de Johnny Brick, ratero incorregible, se introdujo en la cartera y cogió con sigilo una billetera gorda y roja que predecía mucho dinero. Johnny bajó del tren rápidamente en la próxima estación y, una vez lejos de miradas acusadoras, abrió el botín. La decepción fue grande al percatarse que lo gordo de la billetera sólo eran boletas, cuentas y facturas impagas, aparte de un trébol seco. Sólo 14 dólares fue el paupérrimo botín que obtuvo de aquel robo en el subway de Chicago.
Malhumorado, Johnny arrojó la vieja billetera sin el dinero a un basurero que estaba en la puerta de un almacén Walgreens y corriendo se dirigió nuevamente a una estación de metro, había que rentabilizar aquel día.
Frank el viejo mendigo del sector Este, escarbaba cómo siempre los desechos de los basureros de aquel lugar de la ciudad. Tenía una habilidad innata para detectar y separar con sus manos las cosas que podía comer de las que podía vender. El tacto le dio una buena nueva en aquel tacho. Sacó lentamente el bulto y el rojo de la billetera le dio un respingo a su corazón. La tomó y la revisó. Desilusión. Nada que valiera la pena aparte de una vieja hoja seca en su interior.
Sacó los documentos e identificaciones de una chica, los dejó en el tacho y partió con  la billetera raudamente a la casa de empeño del 80 de Springfield Ave. Los tres dólares de cambio serían bien invertidos en licor para su seco gaznate.

Así, la billetera roja fue a dar a la repisa del aparador de la casa de empeños Robson, junto a unos feos relojes chinos llenos de brillos falsos, un perro bulldog de porcelana, una bailarina del mismo material, unos billetes antiguos de algún país raro y un barómetro de pared sin husos.
Chang Won Ti tenía un puesto de antigüedades y rarezas en el barrio chino desde hacía muchos años y su clientela le era fiel porque se caracterizaba por tener siempre objetos interesantes.
Esa tarde había ido al sector este de la city a dejar un antiguo dragón dorado de bronce a uno de sus clientes. Recordó que allí cerca estaba la tienda de Robson, un viejo mentiroso y tacaño que habitualmente tenía de todo en su casa de empeños, muchos cachivaches pero siempre alguna pieza interesante, y decidió pasar.
Robson, quien sabía que el viejo Chang era un buen comprador, lo recibió con fingido entusiasmo.
-        Sr Chang, que gusto de verle. ¡Tanto tiempo que no venía!
-        Buenas tardes Sr. Robson. Nunca se sabe si hay algo que valga la pena especialmente en este tugurio – replicó el chino.
-        Jajaja, su humor ácido me enternece Chang.
-        Tiene algo para mí Sr. Robson?
-        Mmmhhh, déjeme pensar  - dijo Robson dando un vistazo perimetral a su pequeño boliche – Mire, ¿qué le parecen estas lágrimas de cristal? ¿O aquella cabeza de venado embalsamada?
-        No no, nada de eso... -el chino ya se había percatado de la billetera. Era antigua, de cuero, probablemente de oveja. Su ojo experto la consideró interesante – ¿Cuánto por ese perro de porcelana y la billetera?
-        Muy buena elección Chang, ambos por 20 dólares.
-        …ocho.
-        Está bien.
El perro de porcelana terminó en el mismo basurero en el que Frank había encontrado la billetera. En el taxi de vuelta a China Town, Chang examinó la billetera. Sonrió por el buen augurio de encontrar el trébol entre el papel de cigarrillos. Pero lo que llamó su atención fue
una marca casi indeleble en el plástico de uno de sus compartimentos. Una vieja foto, que probablemente había estado años allí había dejado una marca como un lívido esténcil de la memoria. Chang como casi todos los ancianos chinos practicaban el taoísmo de Lao Tse heredados por sus antepasados, por eso no le extrañó sentir la energía que provenía de aquel compartimento. Había allí una relación atormentada, un padre quizás autoritario y una hija rebelde, o un padre intransigente y una hija inmanejable. Había dolor en aquella imagen casi inexistente.
La vitrina del negocio de Chang era grande, allí habían desde muebles hasta miniaturas, casi todo de procedencia china. Entremedio quedó la billetera.
La chica se detuvo en la vidriera a amarrarse uno de sus botines y distraídamente empezó a ver la profusión de objetos que la enfrentaba, hasta que la vio. Allí había una hermosa billetera antigua y fina. Entró de inmediato.
-        Esa billetera roja de cuero, ¿es muy antigua? Preguntó a Chang Sofía Martínez. 
-        Señorita, puedo dar fe que al menos ha pasado por dos generaciones, pero más no sé –  dijo el chino pasándosela para que la revisara.
-        Y, ¿desde cuándo que la tiene aquí? Preguntó entusiasmada mientras la miraba por dentro.
-        Sólo unos días señorita, la encontré en el Este de la ciudad.
-        ¿Cuánto?
-        50 dólares.
-        Muy bien, la quiero.
Sofía salió feliz de aquel anticuario con su adquisición. Era el regalo perfecto para Lía, su pareja desde hacía ocho meses.
Lía amaba todo lo antiguo y cuando abrió aquel presente y el olor a curtiembre vieja inundó su olfato, su mirada se iluminó y abrazó a Sofía en señal de agradecimiento y amor.
Lía emocionada y feliz, ante la atenta mirada de su pareja, guardó de inmediato sus documentos y tarjetas en aquella antigüedad y se preocupó de mantener exactamente donde estaba aquel trébol  de cuatro hojas que tiernamente Sofía también había conseguido para ella.
Se apresuró. Esa noche cenaba con sus padres. Besó a Sofía quien ya sabía del ritual mensual de la familia de su novia y lo entendía.

El padre de Lía no aceptaba la condición sexual de su hija, renegaba que siendo tan joven y hermosa nunca le daría nietos o por lo menos un yerno con el cuál tomar una cerveza y ver por TV el fútbol o la NBA. 
Constantemente se preguntaba que había hecho mal para ese castigo y su mujer le reprochaba su añejo prejuicio. Desde que Lía se había ido de la casa, Ted había bajado la cortina del amor por su hija.
Por eso la madre de Lía procuraba que cenaran en familia una vez al mes los tres. Esa noche, la cena fue especial, dado que su madre quien estaba  permanentemente tratando de restañar aquella relación padre-hija, había mandado a plastificar una vieja foto blanco y negro en la que Edward sostenía a su hija en brazos de tan sólo cuatro meses de edad.
Al terminar la cena, la madre orgullosa le entregó el regalo a su hija, mientras su padre callaba y miraba hacia otro lado como era su costumbre.
-        ¡Gracias mamá, es hermosa…papá, que guapo!, ¿qué edad tenías?
-        Si, tu padre es muy buenmozo, acotó de inmediato la madre sonriendo y fingiendo armonía entre los tres.
-        Mmhh…veinticinco, uf, la mitad de mi edad. Dijo cancinamente su padre.
-        ¡¡Mi edad!!  dijo Lía sorprendida sin dejar de mirar aquella foto.
Lía se incorporó de la mesa y besó efusivamente a su madre y luego a su padre, quien no se paró de la cabecera.
-        Papá, ten por seguro que esta foto estará aquí en mi corazón, -le dijo mirándole a los ojos con la foto apoyada en su regazo. Sé que no soy la hija que querías tener, pero te amo tal como eres…
Él no pudo articular palabras. La amaba sí, pero su hija le había hecho inmensamente infeliz. ¿Porque Lía era tan egoísta y no se daba cuenta del dolor eterno que le provocaba?
Lía desabrochó su mochila y sacó su flamante nueva billetera. La abrió ante la mirada de sus padres. Con una risita cómplice les mostró el trébol de cuatro hojas y en una simpática teatralización guardó la foto en el compartimento que tenía el plástico de protección.
Edward Fallon, policía curtido, miró aquella roja billetera con el trébol y la foto en las manos de su hija. Su mente dio un brinco ¿Dónde y cuándo había visto esa misma escena?, ¿qué detonó en él? ,  ¿Ansias de recuperar tiempo perdido?
La ventura no quiso que lo recordara. Sus ganas locas de besar y ganar el perdón de su hija le nublaron la memoria, pero su caparazón de duro y presuntuoso policía inhibieron la despedida. No abrazó ni besó a Lía. Su mirada se humedeció. Al cerrase la puerta subió a su dormitorio y se encerró con llave.

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