El
bosque estaba húmedo. La lluvia era persistente y fina.
Arantxa
corría descalza por los senderos de ese enmarañado pero hermoso universo
húmedo. Buscaba a Faustina, necesitaba contarle lo hablado con su madre esa
mañana. Había sido incluida en el próximo periplo de compras a Londres y eso
era muy importante para la niña.
Los
viajes de compras que realizaba Lady Susan eran ya conocidos en aquella pequeña
comarca del norte de Inglaterra.
Duraban
varias semanas. Guiados por el fiel criado Adalbert, este “ejército de compras”
lo constituían las señoras de palacio, sus damas de compañía, las costureras,
comadronas, pinches de cocina, una cocinera, varios escuderos fornidos y
musculosos, el médico, el panadero y el palafrenero a cargo de los equinos y
los burros. De Londres traían esencias exóticas- azafrán de oriente, cúrcuma de
África, maravillosas joyas y tapices, los más refinados perfumes, jabones y
lociones corporales, hermosas y pesadas telas de oriente, vestidos franceses,
italianos y húngaros, zapatos de España y Alemania, juguetes para los más niños
y licores y cervezas fuertes para los hombres.
El
viaje era largo y no exento de riesgos. El Gran Londres estaba a muchísimas leguas de Yorkshire. Debían
atravesarse varios condados y viajar siempre en dirección sur.
De
pronto Arantxa vio el clásico humo azul que indicaba sin dudarlo el lugar
elegido por Faustina para hacer sus tallas e inscripciones rúnicas. Al
acercarse la vio sentada de espaldas a ella junto a la pequeña hoguera que
desprendía el colorido humo. En sus manos sostenía 3 runas y tallaba con ellas
mismas una roca amarillenta.
-
¿Qué os trae por acá joven Arantxa? -Le interrogó sin voltearse.
-
Oh, veo que no necesito presentarme ante vos para que percibáis mi presencia.
-dijo ella riendo y bailando alrededor.
-
Ah mi bella niña. ¡Nunca dejarás de ser aquella princesita de grandes ojos que
tu madre me presentó y encomendó el día de vuestro nacimiento!
-
Faustina, tengo que contarte algo, no te imaginas de qué se trata…
-
¿Crees que una Maga cómo yo, con más de 400 años de vida en esta tierra podría
no saber lo que ocurre en la comarca?
-Dijo mirando con ternura a la chiquilla.
-
Si es así, entonces dime lo que te he venido a contar.
-
Ha llegado el momento que vi en las estrellas el día de tu nacimiento mi
querida Arantxa, ha llegado ese momento.
-
Tan insignificante será mi vida que mi gran momento es ser invitada por mi
madre al periplo de compras al Gran Londres…ups, lo dije…me hiciste trampa
Faustina!
Faustina
sonrió. Siempre en los 14 años que tenían de relación amistosa ella la podía
embaucar sin mucha complicación. Cambiando su actitud se puso seria y le miró a
los ojos.
- Mi querida Arantxa. Es cierto, me has
confesado lo que yo ya sabía, pero me refiero a lo que demarca el destino para
ti en este viaje. -El rostro de Faustina demostraba seriedad en lo que decía.
- ¿Qué quieres decirme con ello?, ¿que
no debo ir?, ¿que será peligroso?
- La tentación no podrás evitar y con
ella deberás luchar. Y debes ir, está en tu oráculo, pero tampoco te puedo decir más, porque no se
más. El destino lo haces y decides tú.
–Dicho esto la hechicera continuó tallando su runa, dando así por
terminada la conversación
El
gran día llegó y Arantxa y partió con todo el séquito acostumbrado a estos
menesteres rumbo a Londres. Pese a que buscó a Faustina por todas partes para
despedirse, no la pudo encontrar. Los 12
días que duró el viaje, con todas las comodidades de aquellos fastuosos y bien
organizados viajes se hicieron cortos.
Londres
era maravilloso. Una ciudad de más de cien mil habitantes, cruzada por el
enorme Támesis, la abadía de Westminster, la catedral de San Pablo, la torre de
Londres y la moderna tecnología del Puente de Londres que unía ambas riberas,
pero que a la vez permitía el paso de esas grandes embarcaciones que traían
todo ese caudal de productos y materiales casi preciosos.
Todas
las damas de Yorkshire y su comitiva, se habían dirigido ese día al comercial
barrio del Puerto de Southampton donde se concentraban tendederos ingleses,
asiáticos, árabes, portugueses, españoles y de decenas de otras nacionalidades.
Arantxa
estaba extasiada.
No
te alejes de nosotros nunca Arantaxa, fue la instrucción que más veces escuchó
en aquel viaje de labios de Lady Susan, su madre.
Pero
ese día ella estaba preparada para demostrar que ya no era una muchachita. Ante
un leve descuido de su chaperón y de Agnes su dama de compañía, se internó
corriendo en el enorme mercado del puerto. Cientos de tiendas, bazares, puestos
y carromatos de mercaderías pasaron por sus ojos, ella tenía en la doble
costura de su vestido una pequeña bolsita con chelines de oro. Los aromas a
especies de oriente se entremezclaban con los del bacalao ahumado, el de las
curtiembres que hervían en calderos las pieles de oveja con los perfumes de los
jabones franceses. En cada rincón brotaba alguna música. Tribal, celta,
escocesa, china. Infinidad de lenguas, razas y monedas se mezclaban en una
maravillosa vorágine que para Arantxa era el primer indicio de libertad pura en
su vida.
Dejó
de correr al percatarse que ya no la seguían. Caminó contemplando con interés y
curiosidad todo cuanto veía.
Un
puesto pequeño semi escondido, con unos grandes tules rojos y dorados, el cual
lucía imágenes de dragones y muchos espejos de diversos cortes y tamaños llamó
su atención. Se detuvo frente al mesón de madera pulida en el que brillaban
muchas piedras y rocas cristalinas que jamás antes había visto.
Un
anciano oriental, de largos y blancos bigotes, con un curioso tatuaje que
sobresalía de su cuello y terminaba en el mentón izquierdo, vestido de gris la
observaba quietamente tras el mesón.
El
puesto en si tenía al fondo dos pequeñas estanterías laterales, una ostentaba
una ardilla y la otra un cuervo, ambos disecados. Al centro en el mesón, entre las piedras,
cuarzos y minerales había una esfera de tamaño intermedio que daba unos
curiosos reflejos rojizos y púrpuras. Era de una redondez perfecta. El color
nacía desde su núcleo, por fuera era cómo el cristal. La luz le alimentaba sus
reflejos perfectos. Arantxa se sintió hipnotizada por aquella esfera de cristal
púrpura. La quiso de inmediato, nunca antes había visto algo tan maravilloso.
Probablemente ese chino ni sabría cuánto pedir por ella.
Determinada
a comprarla aunque le costara todos sus ahorros, hurgó en su doble costura para
sacar los chelines pero comprobó con horror que los había perdido probablemente
en su correría.
El
chino, que la miraba fijamente a los ojos,
pronunció unas palabras con un dejo gutural algo.
- Bao Jing, BaoJing…支付和快乐,并且你会不高兴的偷- seguido por
una frase que Arantxa no entendió.
Arantxa
miró hacia su entorno y se percató que estaba en las vísceras de una gran
ciudad habitada también por malhechores y ladrones. Mercaderes rudos y
traficantes de esclavos ya le dirigían miradas libidinosas. Se asustó y sin
medir lo que hacía, con una osadía desconocido para ella, cogió la esfera y
echó a correr nuevamente en la misma dirección que venía. Nunca miró hacia
atrás para saber si el chino u otra persona la seguían o no. Esto no era un
hurto, ya mandaría a Adalbert a pagarle la esfera a aquel viejo chino.
En
su loca carrera chocó de frente con un mendigo sucio y maloliente que la
apretujó contra su cuerpo y la trató de besar. Asqueada por la hediondez de
aquel hombre, se soltó y se internó en una especie de pasillo encarpado con un
fuerte olor a azafrán. Se detuvo al ver que era un pasillo sin salida. Nunca
vio a los dos marineros ebrios sentados en taburetes a su costado. Uno de ellos
le hizo una zancadilla y el otro la tomó en el aire y la sentó en su falda con
evidentes malas intenciones. El primero hurgó descaradamente en su escote con
sus sucias manos, mientras el otro trataba de meter la mano entre sus polleras.
Desesperada, golpeó al que tenía más cerca con la esfera con tal violencia que
el sonido del golpe paralizó al otro. Al sentirse libre de esas sucias manos,
retomó su carrera huyendo de aquel horrible lugar. La esfera estaba
ensangrentada.
Desembocó
en una especie de plaza abierta que era el fin del mercado. La cruzó y llegó a
una gran calle que le fue familiar. De pronto una mano de hombre la detuvo del
brazo. Se volteó. Era Adalbert, su criado junto
a Agnes. Estaba a salvo.
Dos
días después la caravana de compras emprendía vuelta a Yorkshire. El incidente
provocado por Arantxa había molestado en extremo a su madre, pero no hubo
castigo pues Arantxa empezó a enfermar aquella misma noche en Londres. Fiebre
primero, vómitos después, una tos muy seca los días sucesivos.
Arantxa
había guardado la esfera en un saquito de terciopelo y cada vez que podía la
contemplaba. No se la había mostrado a nadie. Tenía un enorme sentimiento de
culpa porque debido a su estado delirante por la alta fiebre, no había mandado
a Adalbert a pagarle al chino.
La
penúltima noche del viaje, después de la cena y mientras un trovador entretenía
a las primas, cuñadas, sobrinas y amigas de Lady Susan con adivinanzas y
líricas acompañadas de su laúd, Arantxa permanecía acostada en su tienda junto
a Agnes, quien ponía compresas frías en la frente y cuello de la niña.
Agnes
fue llamada por el criado de su madre dejando sola a Arantxa, quien aprovechó y
sentándose en su lecho sacó una vez la esfera escarlata y comenzó a mirar ese
tono púrpura con brillo propio desde su interior. De pronto, a su lado apareció
una pequeña ardilla que la saludó. Arantxa casi dio un grito por el susto, pero
la ardilla la tranquilizó.
- No te asustes, pues nada malo te
haré.
- Pero si eres una ardilla, ¿por qué
hablas?
- Desde que robaste esfera escarlata las cosas han cambiado,
Arantxa
- Pero no fue mi intención, enfermé y…
- …muerte has dado con ella, todo es
nuevo y desconocido, le interrumpió la ardilla.
- Lo juro, mi padre la pagará.
- No, tu padre ya está muy enfermo y no
lo verás nuevamente.
- ¿Qué estás diciendo?
- Tienes que devolver la esfera o la
maldición de Bao Jing no se detendrá.
–Dicho esto la ardilla corrió al bosque nuevamente.
Al
día siguiente Arantxa amaneció más enferma. Su madre dispuso que hicieran el
último tramo con la mayor celeridad y envió a un mensajero a palacio a buscar a
Fidelia.
Arantxa
seguía obsesionada con la esfera y cada vez era mayor su necesidad de tenerla,
de mirarla de tocarla. Con una tira de cuero, amarró el saquito con la bola a
su vestido. Pensaba que el episodio con la ardilla había sido una pesadilla
producto de su estado febril.
Las
noticias que llegaron de vuelta con el mensajero fueron de lo peor. Su padre había
muerto en la víspera de una enfermedad fulminante y habían tenido que cremar su
cuerpo porque la descomposición se empezó a propagar en cosa de horas. Además
Fidelia no fue encontrada en parte alguna del bosque.
El
último tramo de aquel viaje fue triste y duro. Lady Susan no dejaba de llorar
preguntándose qué sería de ella ahora, acompañada de sus comadronas, sus
primas, sus cuñadas y sobrinas. Arantxa cada vez estaba más y más delgada. El
médico le había preparado sus mejores pociones de plantas y flores silvestres,
pero sin éxito. Una mancha circular violácea había aparecido en su pecho lo que
preocupaba aún más a Agnes, que ya no la dejaba ni a sol ni sombra.
La
última mañana de viaje, un cuervo se posó muy cerca de la joven y se dedicó a
escudriñarla con sus ojos saltones y a graznar aleteando hacia ella. Adalbert
lo espantó a punta de patadas. Arantxa no pudo articular palabras. No podía y
si hubiese podido, tampoco lo habría hecho.
La
comitiva llegó a un palacio cuyas banderas ondeaban a media asta. La tristeza
se palpaba. La muerte del Señor había sido un mazazo inesperado para todos
quienes moraban en y las dependencias del lugar.
Algunos
lugareños levantaron pequeñas piras en memoria a su Señor que tristemente
iluminó la llegada de la caravana de Lady Susan.
Los
médicos de palacio se hicieron cargo de Arantxa quién ya ni podía sostenerse en
pie y dictaminaron sin demora que en Londres había sido contagiada de la
temible peste negra o peste bubónica, lo que obligó a su reclusión en una de
las torres, alejada de todos quienes no
ocuparan los trajes especiales importados de Italia hacía un par de años cuando
la peste asoló el continente.
A
miles de leguas de distancia, Frente a un muro de pergaminos amarillentos con
escritos en caracteres rojos, Fidelia, después de cientos de intentos pudo
finalmente romper el hechizo taoísta del brujo Huashan, gritando el conjuro de
San Miguel Arcángel en latín. Arrancó de aquella cueva de avispas y truenos del
monte Hua, con un único pensamiento en su mente. Dar sosiego a la ira de Bao
Jing.
Con
la velocidad de un mago se trasmutó a la isla y específicamente a Yorkshire. Ya
sabía dónde encontrar a su niña. Cuando se detuvo frente a ella no pudo creer
lo que vio. Arantxa estaba inconsciente. Pesaba menos que un niño desnutrido,
su piel estaba llena de pústulas y su pelo enmarañado.
Desabotonó
la camisa de dormir de la chiquilla. Allí, en su pecho amoratado, estaba el
saquito con aquella esfera escarlata que tanto daño le daba a quien la poseyera
con trampa y engaño y tanta fortuna a quien la obtuviera con gloria y decoro.
La
cogió e inmediatamente retomó su viaje astral hacia Hua, una de las cinco
montañas sagradas del taoísmo. Al llegar allí, Un anciano oriental, de largos y
blancos bigotes y con un traje gris de anchas mangas y un tatuaje en su cuello
la esperaba con las manos extendidas. En su hombro derecho tenía una pequeña
ardilla, en el izquierdo, un negro cuervo. Todo volvería a su orden natural.
- Bao Jing, Bao Jing…posee con trampa y
maldito serás, posee con honor y bendito vivirás – esta vez Fidelia si entendió
lo que el chino le decía.
Fidelia
hizo una mueca de agradecimiento a su colega oriental. Arantxa estaría a salvo. En unos años más, su
oráculo decía que tendría una nueva oportunidad de obtener nuevamente la piedra
del Bao Jing con honor y decoro...pero eso es materia de otra historia.
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