viernes, 31 de mayo de 2019

El último uppercut


-        Cuéntale pues Clarisa –. Le dijo inquisitiva Dora a su amiga.
-        ¿Qué me cuente qué? - Preguntó coquetamente Belisario mirando a ambas.
-        Nada, no le hagas caso…¡pero Dora! – Clarisa trató de escabullirse del tema.
-        Por favor, parecen niñitas las dos, dime Clarisa, ¿qué pasa?-. Belisario se mostraba ansioso.
-        Lo que pasa es que… en esta casa pasan cosas raras Beli - Comentó Clarisa con cara de angustia. Belisario ocultó su decepción con una risotada forzada.
-        Jajaja, pero Clarisa, ya eres una persona grande para andar creyendo en fantasmas!
-        En serio Belisario, en el segundo piso penan todas las noches-. La voz de Clarisa se tornó casi inaudible
-        Deben ser ideas tuyas mujer, todas estas casas viejas crujen en las noches-. Respondió Belisario.
-        Una cosa es un crujido y otra muy diferente son los pasos de la escalera que se detienen en mi puerta y  ese vaho frío que invade todo el cuarto-. Replicó con severidad Clarisa.
-        ¿Y tú Dora, has sentido algo? -Interrogó el anciano a la otra mujer.
-        No, pero le creo totalmente a mi amiga-. Respondió sonriendo.
-        Y siempre es a la una de la madrugada exacta –. Acotó Clarisa.
-        Ya mujer, tranquila, esta noche veré quién es tu compañero nocturno-. Prometió complaciente el anciano. Ante todo era un caballero.
La sala de estar del asilo estaba semi vacía. Ellos tres eran los únicos que se habían quedado conversando después de la hora del té. 

Belisario era un corpulento anciano, simpático y algo mañoso, que en su juventud había sido boxeador y se jactaba de haber peleado en el Madison Square Garden de Nueva York en los años cuarenta.
Dora era una anciana encantadora, divertida y muy sociable que en sus años mozos había sido una reconocida comediante y congeniaba de maravillas con Clarisa, quién también había incursionado como actriz en su juventud.
A Belisario, Clarisa le recordaba un viejo amor de sus años de juventud. Le gustaba conversar con ella y Clarisa lo admiraba por haber sido un renombrado pugilista.
Esa noche, fiel a su promesa, Belisario se mantuvo despierto hasta la hora en que llegaba el supuesto visitante de Clarisa.
La casa de reposo tenía tres pisos y los dormitorios estaban en los dos primeros. El de Belisario estaba abajo junto a la terraza del jardín, Clarisa y Dora tenían los propios en el segundo piso.
Como era habitual, las cuidadoras después de dar los medicamentos y hacer la ronda de medianoche se iban a dormir y, la que estaba de turno, se quedaba chateando por teléfono en la cocina.


Belisario subió sigilosamente la escalera y llegó al pasillo tenuemente alumbrado en el que todas las puertas de los dormitorios estaban cerradas. La temperatura había bajado algunos grados.
Se quedó inmóvil en la mitad del pasadizo. Solo escuchaba los ronquidos que provenían de algunas habitaciones y  los ladridos lejanos de un perro. Nada más.

Miró el reloj: faltaban un par de minutos para la hora indicada por Clarisa. Se internó en el corredor, se apoyó en un recoveco de la pared y aguzó sus sentidos. Desde su posición no veía la escala, pero si la puerta del cuarto de su querida amiga.
El huso horario del  Renis del anciano llegó al número uno. Paulatinamente el perro cesó sus ladridos y el ritmo de los ronquidos declinó.

Un ruido sordo, arrastrado se sintió en el inicio de la escalera. Belisario paró la oreja. Pasaron cinco o más segundos y el siguiente escalón sonó como si fuera una pisada lenta, quieta.
Belisario contó para si los segundos. Cinco…seis…siete…ocho y el tercer escalón delató el peso de alguien o algo.
Cinco …seis…siete … y esta vez fue el cuarto escalón el que crujió.
Cuatro… cinco…seis, fue el turno del quinto peldaño y luego el sexto.
Belisario estiró su cuello para ver si al menos detectaba una sombra en la escalera. Nada.  La tenue luz solo marcó la tétrica sombra inmóvil de un revistero. Las manos le empezaron a sudar.

Peldaño ocho, peldaño nueve, peldaño diez…el corazón de Belisario comenzó a bombear más fuerte. En ese minuto se dio cuenta que estaba expuesto a quien fuera que estaba subiendo en ese momento, vivo o no, persona o fantasma estaría a su merced. Si se movía, el sonido por leve que fuera, sería enorme en ese instante dominado por un silencio absoluto.

Su entrenamiento de la juventud en el boxeo le hizo ponerse de guardia frente a lo que pudiese venir. Se puso en posición de su legendario uppercut.
Décimo, decimoprimero, decimosegundo….la escala tenía quince peldaños, él los había contado al subir.
El sonido de los escalones era acompañado del leve ruido del roce que provocan las ropas al moverse. Decimotercer peldaño y se detuvo. Faltaban dos y aún, desde donde él estaba, no se veía nada.
El estruendo vino desde el pasillo a su derecha. El picaporte de la puerta sonó como un verdadero balazo en ese mar de silencio agobiante. La puerta se abrió de golpe. Belisario miró boquiabierto el espacio negro en el dintel esperando ver quien saldría de la habitación, más nada sucedió. La puerta se cerró suavemente. El terror se apoderó del anciano. Estaba acorralado entre la escala y la puerta, entre su temor y su pudor.
La pisada sobre el escalón número catorce fue incuestionable.
El dolor como quemazón en el pecho lo doblegó. El músculo se contrajo en forma artera. El espasmo al corazón ya viejo de Belisario no tuvo piedad. Fue un infarto mortal. Cayó en su posición de pugilista fulminado frente a la escala.
Dora, pisando el decimoquinto escalón, y Clarisa, tras la puerta semi abierta, rieron y aplaudieron como niñas ante la genial actuación de Belisario.


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