martes, 27 de febrero de 2024

 Jaune et le chat noir


Era otoño, uno muy frío. Lucille Bertrand nació el año 1268 en Saint Didier una pequeña aldea de la región de Provenza. Nació causando dolor. Nadie sabe que mató a la partera que la trajo al mundo, pero su funeral fue al día siguiente con la tapa del cajón clavada. A los pocos días, cuando Lucille abrió los ojos todos quedaron atónitos, eran amarillos. Sería el otoño dijo su padre, será enfermedad sollozó la madre, será brujería pensó el párroco.

Desde entonces la gente de la aldea comenzó a llamarla Jaune – amarillo en francés - Cuando Jaune cumplió un año un gato quemado llegó desde el bosque con su pelo chamuscado, sucio y feroz y se acurrucó al lado de la niña. La madre trató de sacarlo pero fue arañada por el animal y también mordida por su hija. Tenía los ojos del mismo color de la niña y sus bigotes muy erizados. Jaune lo adoptó, Maturaine lo llamó cuando aprendió a hablar. Nunca más se separaron. El gato iba donde fuera la niña. Por las noches no dejaba que nadie se acercara sin engrifarse y gruñir. Una hermanita nació al cabo de dos años. Su madre para no perderla de vista ponía su cunita junto al hogar mientras hacía la comida y pedía a Jaune que la cuidara, quien la miraba con sus ojos amarillos. Sin explicación una mañana, en la que la madre salió por dos minutos de la vivienda a botar los orines de la noche anterior la cuna ardió con la pequeña en su interior. Desgraciadamente la hoguera había lanzado una chispa y esta había prendido la manta. La enterraron en el cementerio en un cajoncito blanco. 
Al cumplir la niña seis años la casa de la familia se quemó completamente sin explicación y murieron ambos padres. Jaune dejó el lugar con Maturaine en brazos y no volvió a ser vista en la aldea. Vivió por años en el bosque cercano a las Grutas de Thouzon con Maturaine, nadie sabe como sobrevivieron, pero si empezaron los rumores.

La leyenda decía que había aquelarres en los bosques provenzales durante las noches “amarillas y negras”, llamadas así porque los álamos otoñales eternos sobresalían como lanzas amarillas hacia el cielo al ser iluminados por el sol poniente sobre árboles negros y bajos.  Maturaine era negro. Los ojos de Lucille amarillos.
Maturaine nunca dejó sola a Lucille, incluso por las noches cazaba para ella. El tiempo pasaba en otoño permanente. Nunca en todos esos años hubo otra estación en los bosques.
Gritos supuestamente de brujas retumbaban en las cavernas las noches sin luna.

Aunque los leñadores de Saint Didier no entraban a la espesura de este, la codicia detrás de un álamo amarillo gigante fue letal para uno de ellos. El leñador fue encontrado destripado, sin uñas ni dientes. Doce rectángulos de piel le habían sido arrancados de cuajo. Doce asquerosos saquitos hechos con esa piel pendían de pelos sanguinolentos amarrados en un árbol sobre el cadáver. En el interior tenían los pelos, dientes y uñas.
Era el rito del retorno.

Una noche solitaria, el poblado de Saint Didier recibió nuevamente a Jaune y Maturaine. Habían pasado quince años. El otoño se instaló en la aldea desde ese día tal como lo había hecho en el bosque. Jaune que había aprendido a dominar la botánica y la cosmología se instaló en la vieja y derruida casa paterna.
El rumor llevó a una sicosis colectiva desde la llegada de la joven a Saint Didier:
Las brujas del bosque venían por las noches a reunirse con Jaune en sus escobas que volaban.
Por eso, el pueblo quedaba vacío en cuanto las puntas de los álamos se vestían de amarillo, las trancas desde adentro sonaban como una metálica sinfonía sin ritmo, las flamas de los hogares y teas dejaban de ser amarillas y se azulaban, un olor nauseabundo y azufroso recorría todos los rincones, los perros aullaban cada noche aterrados, los crucifijos inundaron puertas y ventanas.

Durante ese mes cuatro habitantes, dos hombres y dos mujeres, desaparecieron sin dejar rastros, saquitos sanguinolentos de carne, dientes y uñas empezaron a aparecer en arcadas y linderos, Saint Didier había entrado a la oscuridad del maleficarum.

Una noche del segundo mes, mientras la aldea dormía, el párroco se calcinó sin mediar llama ni combustible.

¡Definitivo. Era un acto de brujería!

El prohombre de la aldea reunió a su consejo y dictaminaron que Lucille Bertrand era la bruja detrás de todo. La encontraron en las ruinas de su casa quemada haciendo ritos paganos según dijo el alguacil. Fue apresada. El juicio fue inmediato aquella misma noche. Culpable, el martillo de las Brujas tenía una nueva condenada. Jaune alegó y lloró inocencia. Nadie le creyó. En la madrugada de esa misma noche, sobre el cadalso el fuego prendió como yesca sus faldas negras y Jaune ardió dando horribles gritos de dolor.

Entre la multitud congregada en la plaza, un hombre oscuro de mirada amarilla observaba la escena silente. Su fino bigote se erizó al percibir el olor de la carne quemada. Cuando el cadáver humeante de Jaune era un guiñapo, Maturaine caminó cabizbajo, por la Alameda de hojas amarillas. Miro hacia atrás y sonrío. No había huellas de su pasado. Esta vez iría a Avignon.

 

“El derramamiento de sangre repugna a la Iglesia, pero… el suplicio corporal, aplicado severamente por el poder civil, es un buen remedio para corregir los errores espirituales” San León I el Magno, Primero de los Papas apodados “Grandes de la Iglesia”

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